Ricardo Becerra
La Crónica
26/03/2017
Hace un par de años, una periodista argentina publicó una sátira que tituló (creo) “El país de los sin cifras”, a raíz del desfonde institucional que el sistema estadístico de aquel país había sufrido. Los datos públicos siguen permanentemente cuestionados, sin cifras comparables sobre inflación, desempleo, mucho menos pobreza y un largo etcétera. Y la cosa se volvió un reproche de campaña: “Usted ha hecho que los argentinos se hayan acostumbrado a vivir sin datos oficiales, respetados por todos”, reclamó el hoy Presidente Macri a la entonces mandataria Cristina Fernández de K.
Ese retrato de un país que admiro, se ha vuelto sin embargo una de mis pesadillas recurrentes, futuristas (bueno, no tanto, las cosas suceden en el 2018) pero es la misma imagen en mi cerebro: qué algún o algunos de los varios candidatos presidenciales o para gobernador evadan respuestas o eludan debates importantes esgrimiendo “¿Usted le cree a las cifras del INEGI?”.
Un sueño más bien dramático, el mío, en el que puedo ver –amplificado- lo que ya hemos presenciado en elecciones anteriores: todos los infundios son permitidos y se propagan todas las noches en televisión, todas las mañanas en radio y sobre todo en redes. Calumnias, mentiras por todas partes en vez de datos o de cifras. Corrupción o simplemente mal gobierno, pero imposibles de evaluar porque no existe la información precisa. O porque ha perdido credibilidad. Promesas imposibles de unos, meditada indefinición sobre asuntos críticos, por otros. México instalado en el escenario alternativo de la posverdad.
Quisiera poner en la mesa esa dimensión ordenadora que el INEGI ha ganado a pulso en la discusión democrática de nuestro país. Institución imparcial, confiable como pocas, que ha sabido construir y sofisticar uno de los sistemas de información más completos y de mayor calidad que puede encontrarse al menos en América Latina, si bien el prestigio ya es mundial.
Y la pesadilla viene a cuento porque está en curso el nombramiento de una vicepresidenta este año, y de otra vicepresidencia a la vuelta del 2018. Dado el adverso pasaje por el que atravesamos (repunta la violencia, cunde la austeridad, amenaza Trump, recesión económica, malestar por la corrupción, etcétera), tener el retrato exacto de la realidad mexicana –como hasta ahora- se vuelve más importante que nunca. Los nombres y los nombramientos debería estar por encima de cualquier duda fundada, precisamente porque esa institución va a producir la información esencial que va a configurar el debate democrático en ciernes y las políticas públicas del futuro inmediato, insisto, en una situación extremadamente adversa.
Digo democrático pero no en lógica de mercado: no sólo porque exista una oferta informativa plural que permite “elegir su opinión” a los ciudadanos. El problema crítico es que las opiniones no se eligen… se forman. Hay que escuchar a todos, si, pero también es preciso que se puedan contrastar frente a las cifras y los datos reales.
Desde principios de siglo, Cass Sunstein (Republic.com), adelantó el mundo de la posverdad en el que cada uno “elige” la información afín, pre-decidida, un planeta en donde se escogen a modo y de quien conviene, los datos que soportan sus juicios. Y apuntaba “…el sistema democrático necesita una permanente y asequible producción de información objetiva y comprobable. Para juzgar opciones hay que tener criterios que se forman no sólo al calor de la argumentación sino de la verificación constante de su veacidad (p. 43).
Dicho de otro modo, la llamada “calidad democrática” radica no solo en la posibilidad de que los mexicanos cuenten con un juicio propio, en poder decirlo a cuatro vientos y votar en consecuencia; también radica en garantizar una formación de tales opiniones con ciertas garantías de calidad. Y ese es el gran papel democrático de instituciones como el INEGI, el Coneval y nuestras universidades, por supuesto.
Pero el INEGI es el proveedor y el administrador más importante de todos; su personal profesional y su cuerpo de dirección tienen que estar fuera de toda sospecha, especialmente en la legalidad del proceso y nombramiento, y eso es, precisamente, lo que no está ocurriendo con la propuesta lanzada por el Presidente Peña.
El INEGI es –debe ser- el pivote de las decisiones y de las deliberaciones de los asuntos públicos en México: ni tecnócratas empecinados ni populistas enemistados con las cifras tienen derecho a minar, a jibarizar, una de las pocas y más grandes conquistas institucionales que ha admitido nuestra democratización.