María Marván Laborde
Excélsior
01/09/2016
Nuestra democracia no tiene ritos propios. Prueba de que no hemos acabado de enterrar al priismo hegemónico de siete décadas es la ausencia de símbolos que den sentido a nuestra nueva realidad pluripartidista. Partido hegemónico y presidencialismo imperial se funden en nuestra memoria como dos caras de una sola moneda. Las facultades metaconstitucionales del Presidente y la omnipotencia de “El Partido” formaron nuestro pasado.
Pocos días eran tan importantes como el primero de septiembre, día del informe, día del Presidente. Cuando no se temía un atentado, se montaba al Presidente en un auto descapotado para hacer el recorrido entre Palacio Nacional y el Congreso, le aplaudía la gente apostada en las banquetas y era visto por todos en cadena nacional, aún en blanco y negro.
El Presidente pronunciaba un discurso grandilocuente y nadie prestaba atención al documento entregado. De tanto en tanto, los legisladores aplaudían, aunque fuera para darse a sí mismos la oportunidad de estirar las piernas. Alguna vez el Presidente dejó escapar auténticas lágrimas de cocodrilo. El presidencialismo no habría sido el mismo sin este rito que nunca tuvo nada que ver con rendir cuentas.
Comenzó la transición y la solemnidad fue perdiéndose. La oposición desacralizó la ceremonia hasta convertir el informe en una pesadilla de sorpresas majaderas. Una máscara de puerquito, un diputado con orejas de burro hechas con papeletas electorales, gritos soeces, malas señas y cuanta gracejada pudiera inventar el más ocurrente. Una oposición más airada que exigente.
En una malentendida apertura democrática se le dio voz a los partidos de oposición, pero nadie les prestó oídos. Cada partido pronunciaba un discurso; rosario de soliloquios que sólo servían para desahogar los ánimos; más tarde llegaba el Presidente, que también hablaba para sí mismo.
Después de 2006, los legisladores consideraron que el Presidente ya no debería presentarse en el Congreso. Expulsado por la indignación de la izquierda, acordaron con el PRI terminar con el día del Presidente. El Congreso se volvió territorio prohibido para él. Nadie reparó en la división de poderes y la importancia de rendir cuentas.
Migró la ceremonia al Palacio Nacional; asistieron al nuevo escenario los invitados del Presidente. Los tres poderes, los representantes de partidos, los empresarios y líderes sindicales, algunos representantes de la sociedad civil; varios cientos de personalidades, suficientes para atiborrar el patio. En el fondo lo mismo, mucho discurso y cero rendición de cuentas.
Quizá por ello no voy a extrañar que este año se suspenda esa ceremonia, así como tampoco extraño los gritos de los años noventa o la solemnidad de los sesenta. Echo de menos, sin embargo, lo lejos que estamos de inventar una ceremonia democrática, la acción humilde de un Presidente que reconoce la obligación de informar.
Dijeron alguna vez dos grandes historiadores —Hobsbawm y Ranger— que las tradiciones se inventan y consagran símbolos para favorecer la cohesión social, creaciones para una nueva legitimidad. El siglo XIX fue prolífico en tradiciones inventadas; entre ellas, los himnos nacionales y los lábaros patrios. ¿Qué sería de las olimpiadas sin banderas que izar o himnos que entonar?
Acusa la debilidad de nuestra cultura democrática la incapacidad de reinventar la ceremonia del informe presidencial. Hasta ahora nunca ha sido un espacio simbólico de diálogo, un momento de acercamiento entre poderes, una acto digno de sumisión democrática del primer mandatario ante los representantes del pueblo que lo eligió.
Trescientos jóvenes reunidos con el Presidente para un diálogo prefabricado es símbolo de exclusión y muestra el temor a enfrentarse a una auténtica rendición de cuentas. No es la invención de una tradición republicana.
PUNTO Y APARTE. Me parece alarmante que el Instituto Electoral del Distrito Federal anuncie en Twitter que 72% de las casillas estarán vigiladas por videocámaras. Creo que hay un atentado contra la secrecía del voto y la privacidad del ciudadano. No entiendo qué justifica esta idea y tampoco entiendo por qué no reaccionan ni el INE ni el INAI.