Ricardo Becerra
La Crónica
03/01/2016
Fue Jacob Bronowski —hace muchos años (en 1977, creo)— el primer científico que desde la filosofía apostó por una explicación poco convencional del triunfo universal del Homo sapiens sobre todas las demás especies, algunas inequívocamente humanas.
El secreto no se hallaba en la agilidad, en la fuerza o en la corpulencia; no fue el uso del fuego; tampoco fue decisivo el tamaño del cerebro. La invención del lenguaje —más importante— tampoco, y la capacidad de argumentar, el raciocinio pues, tampoco. Para Bronowski el secreto estaba en la facultad única de imaginar.
Ese Bronowski no fue cualquier hijo de vecino: fue un lingüista, matemático, educador, un polemista ilustrado contra el macartismo y fue el primer hombre que utilizó a la televisión como medio de divulgación masiva del conocimiento científico más avanzado en su época. ¿Lo recuerdan? El Ascenso del Hombre, que yo vi en blanco y negro en canal 5, directo precursor de la magnífica obra de Carl Sagan, pero aún mejor, musicalizada con piezas de Pink Floyd y Faust…
Pero hablábamos de su hipótesis, elaborada en sus discusiones con Karl Popper, Kurt Gödel, Richard Leakey y otros, allende los años sesenta del siglo pasado: la imaginación fue la escalera para el ascenso del hombre, poética afirmación muy dura de tragar en un ambiente académico entonces dominado por el materialismo, la antropología marxista y de otra parte, por el inveterado creacionismo norteamericano.
La cosa viene a cuento porque el año que terminó anteayer, vio salir en español al libro de divulgación científica más importante de los últimos tiempos (según una entusiasta encuesta de Science): De animales a dioses: una breve historia de la humanidad, se llama, debido al historiador Yuval Noah Harari, quien desde una aproximación completamente distinta —desde la historia, no desde la “filosofía natural” de Bronowski— cincela la misma hipótesis: quien se llevó la victoria de la selección humana (ojo, no natural, humana) fueron los colectivos que pudieron anticipar el futuro, y lo más importante, concebir cosas que no existen.
He ahí la figura de marfil tallado, encontrada en una cueva de Alemania, datada hace 32 mil años y que representa a una mujer con cabeza de leona, o sea, algo completamente fuera de la realidad tangible y de la experiencia práctica. La especie que venció a todas las demás, esculpió cuidadosamente y con gran calidad aquella figura que pertenece al reino de lo imaginario, tal vez ya de la religión y seguro, al del arte.
Yo no lo sabía pero resulta que los neandertales fueron dueños no sólo estructuras óseas y musculares más robustas, sino también de cerebros mas grandes. Los denisovanos (de Siberia) podían comunicarse con algo parecido a un lenguaje y también sabían cooperar en grupos muy amplios. Pero las sucesivas migraciones de homo sapiens acabaron exterminando a todos ellos por una singularidad que les daba “una decisiva ventaja de coordinación política”: el ataque planificado, anticipado, preparado, y ya no solo el encuentro violento casual.
Estamos pues, ante lo que Noah Hariri denomina la “revolución cognitiva”, la creación de una comunicación que ya no sirve sólo para nombrar las cosas (agua, tierra, bisonte) o para alertar de riesgos y peligros, sino para “verbalizar”, hablar de acciones futuras y abstractas (cercar, rodear, aniquilar) y por tanto, pre-meditadas. En ese momento crucial de nuestra aventura como especie —ocurrido hace unos 20 mil años, más o menos— “la historia declaró su independencia de la biología” (p.51).
La definitiva disidencia del mundo natural, es lo que nos hizo “dioses”, dicho menos dramáticamente, lo que nos hizo “creadores” (unos más que otros, claro). El homo sapiens se convirtió en la especie creativa porque fue la primera que pudo observar al mundo como una entidad sujeta a cambios, y a sí mismo, como un instrumento que sirve para esos cambios.
Los sapiens tuvieron que tejer ficciones, hechos que nunca ocurrieron, para crear un tipo de vínculo, de lealtades y niveles de cooperación más allá del parentesco y la pertenencia a una tribu. Tuvieron que imaginarse que podían ser parte de algo socialmente mayor y trascendente y ese, es el inicio histórico (sin el pre) de la política.