Mauricio Merino
El Universal
08/03/2017
¿Por qué siempre pensamos en clave sexenal? Porque hemos cedido el ejercicio de la soberanía a la representación política que, a su vez, ha hecho de lo público su patrimonio. Porque no hemos logrado abrir la caja negra de las decisiones que nos afectan colectivamente. Porque hemos aceptado que el juego de la democracia se cifre en una relación entre vendedores y clientelas. Porque hemos tolerado que nos entreguen muy pobres resultados a cambio de los votos. Porque abandonamos los espacios democráticos que nos pertenecen y, al final, nos rendimos ante el poder y la violencia.
La secuela de todas estas circunstancias es que la democracia hoy nos resulta ajena y la hemos entregado a quienes nos trajeron a esta situación. Cosa ridícula, porque al mismo tiempo soñamos con que la siguiente ronda siempre será mejor. Tiene razón Ugo Pipitone: los mexicanos vivimos en una trampa circular que se cifra en un eterno comienzo y el mismo derrotero de nuestras frustraciones (véase, con atención, de ese autor: Un eterno comienzo). Pero la clave está en la renuncia original y en los obstáculos edificados para el ejercicio pleno de nuestros derechos —que forman uno de los hilos conductores de nuestra historia entera—.
No es que carezcamos de derechos ni de medios para hacerlos válidos, sino que para cumplirlos no sólo delegamos nuestra voluntad a los depredadores de la intermediación política —como ya lo había advertido Guillermo O´Donnell—, sino que además construimos maquinarias burocráticas encargadas de velar por ellos, en vez de tomarlos en nuestras propias manos y exigir que esas estructuras rindan cuentas de sus actos. Así pues, cada seis años termina y comienza el ciclo de esperanza y frustración.
Esa dinámica tiene fuerza propia. Es más que una inercia, pues abundan los actores que participan de manera cíclica en su movimiento y le otorgan mayor vigor. Cito a Pipitone: “Generación tras generación, siempre aparece alguien (un seductor, un iluminado, un herético o un joven favorecido por la desconfianza acumulada en todos los demás) que anuncia el milagro. Y cada vez mucha gente le cree y renueva la confianza de que esta vez, finalmente, las palabras se convertirán en hechos”.
¿Cómo podríamos salir de ese callejón? Propongo: advirtiendo su existencia y comprendiendo que ningún futuro se construye sino desde el tiempo actual; o dicho de otro modo, que el futuro no es más que la consecuencia del presente. Si volvemos a confiar en que las cosas cambiarán mañana, mientras repetimos hoy las mismas prácticas de siempre, el resultado no será distinto. Si por el contrario, oponemos a los vendedores de esperanzas vagas la exigencia de cumplir hoy mismo con sus cometidos y sus obligaciones, con las leyes que hoy tenemos, es mucho más probable que el destino sea distinto.
Pero eso no sucederá por generación espontánea. Y esta es la mayor dificultad para emprender esa tarea. El motor que pone en marcha la omnipresencia sexenal es mucho más potente que la conciencia necesaria para entender, de una vez por todas, que cambiar de mandos no equivale a modificar las rutinas que sostienen el ciclo de expectativas y desencantos reiterados. Y mucho menos ahora, cuando los problemas del país están desafiando frontalmente las muy limitadas capacidades del Estado para resolverlos.
Yo no quiero esperar al próximo sexenio, ni al siguiente presidente, ni a las elecciones venideras, ni al proyecto mágico que cambiará el futuro. Yo quiero que las cosas cambien desde ahora —desde la raíz— para que la gente ejerza sus derechos y se organice para hacer valer la ley, para que los partidos no eludan sus responsabilidades, para que las instituciones nos entreguen resultados dignos. Me niego a caer en la trampa sexenal que nos desmoviliza y adormece. Me niego a renunciar a mi presente.