Rolando Cordera Campos
El Financiero
28/05/2020
¿Una economía enferma puede alcanzar el Estado de Bienestar? Con esta pregunta inicia su informe periódico el Instituto de Desarrollo Industrial y Crecimiento (IDIC) que dirige el doctor José Luis de la Cruz. En “La Voz de la Industria” (Vol. 8, núm. 216) De la Cruz y sus colegas nos informan y advierten, una vez más, sobre el decrecimiento sostenido de la economía que “vive su novena recesión en menos de cuarenta años”, así como de la persistente recesión en que se ha sumido el sector industrial por ya tantos trimestres, que obligan a pensar en un término más preciso y práctico para describir lo que pasa en este crucial conjunto de actividades, comercio e inversiones que llamamos industria.
Después de darla prácticamente por muerta, debido a los impactos brutales de una apertura hecha a rajatabla a partir de la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, la industria y en especial la manufactura recuperaron su papel de actividades dinámicas que podrían volverse, como lo fueron en el pasado, líderes del crecimiento y, lo más importante, pilares de su evolución sostenida. Con sus desempeños recientes, en el marco del TLCAN y, dicen los optimistas del próximo T-MEC, la industria y las manufacturas no solo pueden “jalar” al resto de la economía sino proveer los medios necesarios para evitar que el “talón de Aquiles” de nuestro desarrollo, como lo llamara Enrique Cárdenas, vuelva a sumirnos en otra perniciosa crisis cíclica de sobreendeudamiento, devaluaciones e inflación y decrecimiento.
Las exportaciones debidas a la industrialización-TLCAN, financiarían los déficits asociados al propio crecimiento industrial, sobreprotegido y carente de tecnología, insumos y bienes de capital necesarios y cuya ausencia dentro del país obliga a importarlos ininterrumpidamente. Este nefasto círculo, que nos llevó a una perversa rueda de endeudamiento externo e interno, pudo alterarse gracias al espectacular crecimiento de las exportaciones que el tratado comercial impulsó. Pero, lejos está de ser una realidad constante y sonante de nuestra economía, porque la industrialización registra altas dosis de ensamblaje y maquila y la producción interna de bienes de producción, en especial de capital, es del todo insuficiente para sostener el crecimiento que México necesita tener para tan solo absorber las tensiones provenientes de su enorme y rejega demografía.
Con todo, esta industrialización, en buena medida todavía de “escaparate” como llamara Fernando Fajnzylber a la modernización latinoamericana, ha cambiado en buena medida la faz urbana de México y modificado su geografía económica, sus composiciones étnicas regionales y hecho surgir nuevos intereses e iniciativas “asociacionistas” en el Centro-Norte y Norte del país de los cuales podría emerger la energía y las voluntades mínimas necesarias para darle a la industria un nuevo “gran empujón” que la volviera el nuevo eslabón de un desarrollo diferente y mejor.
Tomar nota del pantano industrial, lo que el gobierno no ha hecho hasta la fecha, al que ahora se suma el declive vertical de las exportaciones debido a la caída de la economía industrial estadunidense provocada por la pandemia, debía ser tarea prioritaria, de vida o muerte, del gobierno federal y de los estados más afectados por el decaimiento industrial. No hacerlo, a la espera de algún don proveniente del Norte o de Caborca, es punto menos que suicida. Clausura las posibilidades de una recuperación pronta que aterrice felizmente en el arranque de un nuevo curso de desarrollo, impulsado significativamente por el ímpetu industrial orgánico mexicano.
La pausa mortecina en que nos ha metido la pandemia no debe impedir reflexionar sobre lo hecho, lo mal hecho y lo omitido en estos cuarenta años de aventura liberista. Entre lo mal hecho y lo no hecho está la renuncia a hacer una ambiciosa política industrial, sin recurrir a la protección silvestre e indiscriminada de otros tiempos; también, el desprecio por la infraestructura directa e indirectamente asociada al vuelco exportador y, en otro plano, la desmedida confianza en que la apertura, la competencia y los mercados ampliados nos harían eficaces conquistadores de los nuevos mundos de la globalización batiente y eterna.
Se renunció a la acción y la visión colectivas; se omitió el ABC de toda estrategia dirigida a aprovechar los frutos del comercio exterior y se dejaron a su suerte renglones decisivos como la formación y el entrenamiento profesional y técnico, junto con el persistente desprecio por la investigación científica y tecnológica, hoy sometida a un inaudito cerco ideológico y burocrático. Se dejó para después aquello de querer ser país, entendido como una comunidad en continua producción y reproducción a través de la cultura, las artes y la comunicación con el mundo. Los resultados están sobre nosotros, sobre una fragilidad que hasta los pesimistas de profesión reconocerían como inimaginable.
Los encargados de atender la salud pública dan muestras heroicas de entrega y compromiso profesional y, al adentrarse en los corredores de la morbilidad y la muerte, nos muestran nuestra debilidad institucional, nuestra displicencia política respecto de los temas sustanciales de la vida, la enfermedad, la salud y la muerte y así nos vemos y presentamos como un país con una economía política enferma y mermada a la que le urge un Estado de Bienestar que nos proteja de la cuna a la tumba pero que antes, como lo propone el documento del IDIC, pase por la prueba inaplazable de formar un Estado desarrollador y productivo que otorgue solidez a estas expectativas de vivir bien y mejor por todos y para todos.
En esta hora de angustia y encierro, la solidaridad podría adquirir el sello optimista de un desarrollismo que no se avergüenza de decir su nombre. Capaz de liberarse de tanta telaraña dogmática y provinciana. De salir del laberinto al que nos recluyó el poeta.