Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
11/08/2016
El surgimiento de un Estado sin fundamentos ideológicos de carácter religioso, con políticas públicas basadas en criterios de convivencia y en la solución de los problemas colectivos con bases pragmáticas, sin ataduras morales basadas en creencias particulares de una parte de la sociedad, aunque esta sea mayoritaria, fue una de las grandes construcciones institucionales de occidente: la base para la convivencia relativamente pacífica de sociedades cada vez más plurales en convicciones y formas de vida, surgidas a partir de la pérdida del monopolio religioso por parte de la iglesia católica en el siglo XVI.
Después de casi dos siglos de guerras brutales, los monarcas europeos comenzaron a aceptar la tolerancia religiosa como principio básico para el mantenimiento de la paz entre sus propios súbditos, aunque mantuvieran religiones oficiales como confesiones de Estado. Después, la libertad de culto se abrió paso como derecho de ciudadanía en los tiempos de la Revolución Francesa y la Constitución de 1787 fundó en los Estados Unidos el primer régimen oficialmente laico de la historia, cuando en su primera enmienda, promovida por Thomas Jefferson y la legislatura de Virginia, estableció que el Congreso no podría legislar respecto al establecimiento de religión oficial alguna ni prohibir el libre ejercicio de creencias.
A partir de entonces, la política occidental se fue separando gradualmente de sus influencias directamente religiosas, aunque nunca han dejado de existir grupos que le reclamen al Estado legislaciones a favor de una visión moral particular o grupos políticos que actúen en nombre de determinadas confesiones o creencias. Mal que bien, empero, se suponía que el laicismo había triunfado definitivamente en occidente en el siglo XX, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial y de la desaparición de los regímenes confesionales de Portugal y España en la década de 1970. El laicismo se había expandido, además, a Turquía desde la fundación republicana de Ataturk en 1923 y a los Estados árabes a partir del ascenso de los gobiernos ba’azsitas entre 1950 y 1970.
Hoy, sin embargo, ese panorama ha cambiado radicalmente. En diferentes países de Europa occidental se han fortalecido partidos políticos que, en nombre de una identidad nacional primigenia, reclaman valores religiosos tradicionales, aunque hasta ahora los electores los han mantenido fuera del poder. Más grave es la deriva confesional de Polonia, donde los avances de la legislación laica en materia educativa o de aborto han sido echados atrás por el gobierno actual, conservador y católico integrista. En Hungría el autoritario Viktor Orban también recurre a la tradicional fe católica de la mayoría de la población húngara para azuzar la intolerancia xenófoba, mientras que en Turquía la deriva autoritaria de Erdogan ha hecho retroceder el laicismo republicano, para abrir paso al islamismo en todas las esferas de la vida pública. Los estados laicos del mundo árabe han desaparecido, con la excepción de Túnez, donde el partido islamista, sin embargo, acecha el poder, y Egipto, donde el ejército ha controlado al Estado con una represión despiadada a los partidos islamistas que cuentan con una amplia base de apoyo social.
El integrismo islamista se ha convertido en una amenaza importante en el mundo, mientras las fórmulas tradicionales del laicismo para procurar la convivencia pacífica entre diversas creencias parecen ya no ser eficaces en países como Francia, de fuerte tradición republicana. En los propios Estados Unidos, la influencia política de las confesiones religiosas ha crecido enormemente, con lamentables consecuencias, como la difusión del creacionismo en la educación en algunos estados y las andanadas de fanatismo antiabortista defendidas por los políticos republicanos. Así, una de las grandes tensiones que atraviesan hoy la política mundial se da entre confesionalidad y laicismo.
Así, no llama a sorpresa que los integristas locales saquen la cabeza y proclamen sus prejuicios y su ignorancia a voz en cuello. El laicismo estatal fue la mayor conquista del triunfo liberal de 1867; sin embargo, las leyes concretas en las que se basó se aplicaron con laxitud y su desobediencia siempre se negoció. David Brading documenta, en un ensayo sobre Francisco Bulnes, cómo Porfirio Díaz le pide al inquieto polemista positivista que detenga sus ataques contra Próspero Cahuantzi, cacique–gobernador de Tlaxcala, por permitir que se hicieran manifestaciones religiosas en las calles. Díaz le dijo a Bulnes que las leyes de reforma eran admirables “pero no son las leyes del país; no son las leyes del pueblo mexicano”, pues la mayoría católica las odiaba por estar en contra de su religión.
Esta convicción de Díaz de que era mejor tolerar la desobediencia a las leyes laicas que provocar conflictos y violencia por hacerlas cumplir a rajatabla fue revivida por los gobiernos posrevolucionarios, después de que el intento de legislar los cultos religiosos de acuerdo con la Constitución de 1917 provocó la rebelión cristera de 1925–1929. Para lograr la paz, se estableció un arreglo informal en el cual la legislación laica, en algunos sentidos excesiva, se mantenía, pero, como muchas otras leyes, no se cumplía, en la mejor tradición de la simulación nacional. Nació, así, un laicismo enclenque.
La prohibición para que existiera educación primaria y secundaria impartida por grupos religiosos se convirtió en papel mojado y se creó una ficción aceptada: los colegios confesionales adoptaron nombres seculares. El de los jesuitas se llamóPatria y no San Ignacio; el de las teresianas, La Florida, el de los Lasallistas,Simón Bolívar, etc. Los inspectores se hacían de la vista gorda y cuando llegaban a sus visitas, salían de los pupitres unos libros de texto supuestamente obligatorios inmaculados por su falta de uso.
El libro de texto gratuito y obligtorio puede tener el defecto de limitar la creatividad de los docentes, además de nutrir una visión del desarrollo histórico de México construida para fomentar la lealtad al régimen del PRI, pero fue desde su aparición en 1960 una garantía para frenar los embates confesionales, al menos en las escuelas públicas. Por supuesto, desde que se estableció su obligatoriedad, la Unión Nacional de Padres de Familia, organización creada y sostenida por la curia católica, ha emprendido recurrentes campañas en su contra. La actual, encabezada airadamente por la filial de la Unión en Nuevo León, se ha enfocado en los contenidos de educación sexual de los textos recientes. Cual inquisidores, claman por echar los libros a la hoguera, o al menos por mutilarlos. Y no han faltado los diputados del PAN que han salido en su apoyo.
La campaña en contra de la educación sexual en los textos parece ahora limitada a Nuevo León y no tiene visos de extenderse por el país –como cuando en 1934 las protestas católicas contra la educación sexual provocaron la renuncia de Narciso Bassols como secretario de Educación Pública e hicieron que desaparecieran esos contenidos de los programas oficiales durante cuatro décadas–, sin embargo no se debe desdeñar la amenaza, pues el clericalismo ha penetrado en México a la política en todos los partidos. El conservadurismo en política de drogas es un ejemplo conspicuo; la reforma constitucional en curso en Veracruz para establecer la inconstitucionalidad del aborto es otra muestra de cómo la iglesia católica quiere imponer sus estrechos criterios morales a través de la legislación; también la abierta intromisión del clero en la política ha sido obvia en casos como la reciente elección en Aguascalientes, ahora pendiente de resolución judicial. La debilidad del laicismo en la vida pública del país puede abrir las puertas a un repunte del integrismo que hoy esconde la cabeza. La defensa del Estado laico debe volver al centro del debate nacional, sin histerias jacobinas, pero sí con el objetivo claro de hacer prevalecer la neutralidad religiosa de la política y la elaboración de políticas con base en la evidencia y no en prejuicios particulares.