Ricardo Becerra
La Crónica
01/11/2015
Hace unos días, un impertérrito coreano (director estatal de gestión urbana) me hizo esta lacónica observación luego de horas y andanzas por el Distrito Federal: “La ciudad de México es enorme, linda, impresionante, pero ¿su tecnología? Esto es Seúl en los años sesenta”.
Íbamos andando sobre el segundo piso, con mucho, la estructura más importante y más grande que ha edificado la ciudad en lo que va del siglo. Luego de unos minutos de observación a los lados y a lo lejos, el asiático me miró con pena, de reojo: “¿Solo lo usan para movilizar automóviles? ¿El transporte público no pasa por aquí? ¿No funciona como recolector masivo de agua? ¿Cómo generador de energía con paneles solares? ¿No pasa por aquí la fibra óptica?”.
Debe haber notado mi rubor avergonzado y el coreano –educado- no volvió a señalarme nada más. Ni hacía falta porque su mensaje había sido muy descorazonador: la infraestructura física y el estadio tecnológico de nuestro país (no sólo de la ciudad) se quedó en los años sesenta, quizás en los setenta y desde entonces la actualización y la transformación de nuestra vida material se detuvo.
A punta de temblores de austeridad, gracias a la hegemonía del dejar pasar, el Estado mexicano -en efecto- dejó de hacer, de realizar, de ejecutar, de planear obra pública en la medida y con los estándares de modernidad que exigía el propio crecimiento de la población y la nueva economía que se abrió paso a punta de crisis y codazos.
Se hicieron cosas, claro: carreteras, presas, puentes, algunas líneas del Metro en zonas urbanas pero con grandes dificultades, a menudo insuficientes y en no pocas ocasiones se trató de construcciones de mala calidad. El economista Enrique Provencio lo dijo de este modo en un foro reciente: “En el mundo somos más reconocidos por las obras que no pudimos hacer (el aeropuerto fallido en Atenco; el satélite que se desplomó, el tren que se pospone) que por las obras efectivamente realizadas”.
Una suerte de atrofia muscular que se explica en gran medida por nuestra atrofia económica: este año y el próximo la inversión pública mexicana estará en los niveles ¡de 1946! (como porcentaje del PIB), solo que en un país habitado entonces por 25 millones de mexicanos. Hoy ya somos 120.
Pero la atrofia también es mental y conceptual, y si no miren el dato: en el paquete presupuestario de Hacienda lo que más disminuye, sobre cualquier otra cosa, es la infraestructura física. Importó poco el desastre material que registró el Censo educativo en nuestras escuelas; las fotografías diarias de hospitales puestos al límite de su capacidad y por supuesto, la puesta al día de la infraestructura de las urbes, donde ya se agolpa la enorme mayoría de la población.
Pues aún y con esas, Hacienda insiste en rebanar 25 por ciento (33 mil millones de pesos menos) al gasto en infraestructura. Solo para dar una idea: a principios de 2013 la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción (CMIC) presentó un cálculo así: en los siguientes 6 años se requerirá de una inversión de 20.9 billones de pesos para infraestructura. A la mitad del sexenio, no llevamos ni el por ciento de esa necesidad.
Tengo la impresión que nos hemos acostumbrado a nuestros paisajes astrosos, a nuestro rezago técnico, a la decadencia de la infraestructura. Incluso desde cierta izquierda, es mejor renunciar a la decidida modernización del orden material –en comunicaciones, en movilidad o tecnología- en nombre de la austeridad con apellido. Ya no hablamos de empujar el desarrollo, sino del mantenimiento de las ruinas.
Es un tremendo error: precisamente para garantizar las prestaciones del bienestar, se necesita una cartera fuerte y por muchos años, de inversiones en infraestructuras. Hay que huir de la dicotomía entre políticas sociales versus políticas de infraestructuras. Por paradójico que suene, invertir de modo masivo y planificado puede llegar a ser la primera y más importante de las políticas sociales.