Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
14/06/2018
Por fin, una vez pasado el tercer debate entre los candidatos presidenciales, la campaña electoral ha entrado en su último tramo. Solo faltan los cierres y a estas alturas ya todo parece estar definido: la incertidumbre se concentra en algunas de las elecciones para gobernador, mientras que, de acuerdo con la totalidad de las encuestas, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador es inminente e irreversible.
De poco serviría ya tratar de analizar los aciertos o los despropósitos de lo dicho por los candidatos la noche del 12 de junio en Mérida. La poca atención que los mismos contendientes mostraron en las preguntas de los moderadores y sus respuestas descuidadas, mientras centraban sus esfuerzos en lograr algún golpe de efecto que llamara la atención del aburrido público, fue la confirmación de la escasa importancia que en las batallas electorales suelen tener los contenidos bien definidos y las propuestas acabadas. Porque, al fin y al cabo, lo que se contrasta en las campañas no son paquetes de políticas públicas refinadas, sino trazos gruesos, ofertas genéricas y, sobre todo, personalidades de los candidatos que conectan o no con estados de ánimo sociales.
¿Qué es lo que hace exitosa a una campaña electoral determinada? No es la calidad de su propaganda; tampoco lo sólido de sus propuestas de políticas; no lo es tampoco el grado de preparación profesional o académica de los candidatos ni su experiencia. Lo que hace a una candidatura ganadora es su capacidad de representar los humores de una parte sustancial de la sociedad en un momento determinado. El candidato más educado, con el paquete más elaborado de propuestas puede ser derrotado por un palurdo si este es capaz de darle cauce a los enojos o las euforias de la mayoría de los electores, sobre todo en tiempos de crisis económica o social.
En la campaña que está por terminar ha sido evidente, por ejemplo, lo absurdo del modelo de comunicación electoral que ha estado vigente en México desde 2007. No creo que exista un solo votante que haya definido sus preferencias después de haber oído o visto alguno de los millones de spots con los que hemos sido bombardeados desde principios del año. Si bien la publicidad electoral ha servido para gastar cantidades ingentes de dinero en agencias, en producción, en estudios de mercado, su efecto sobre el resultado electoral será cercano a cero.
También han quedado obsoletas las restricciones para que los privados hagan campañas mediáticas, ya sea a favor o en contra de una candidatura. El cambio tecnológico ha puesto al alcance de cualquiera la posibilidad de difundir mensajes y las normas pensadas para evitar que los intereses económicos influyeran directamente en las preferencias electorales ahora resultan simplemente ridículas, pues la difusión de mensajes en las redes tiene más impacto que toda la publicidad en la radio y la televisión y es mucho más difícil de controlar.
Lo mismo se puede decir de las millonadas gastadas en estrategas de campaña o en intentos de compra clientelista de votos. En procesos electorales muy cerrados, tanto los golpes de efecto producidos en los cuartos de guerra como el gasto clientelista pueden acabar teniendo algún impacto, pero en una competencia como la que concluye, con un fenómeno de bola de nieve en torno a una candidatura, de poco sirven los instrumentos orientados a la conquista de votos palmo a palmo, pues una elección como la que estamos viviendo tiene el carácter de un cataclismo, en la medida en la que representa un gran trastorno en el orden político y social que se había conformado durante las últimas dos décadas.
¿Por qué, con toda seguridad, va a ganar la elección Andrés Manuel López Obrador? No será por su refinada propuesta de gobierno. Tampoco por su claridad conceptual y facilidad de palabra, aunque su discurso sí que comunica con importantes sectores de la población a los que sus mensajes simples y sus frases hechas les dicen mucho más que la lengua de madera al uso de los tecnócratas que han dominado el escenario desde hace más de treinta años. No ganará López Obrador por su lucidez y su visión de estadista. Su éxito será producto de su tesón y de su astucia para interpretar los múltiples malestares de una sociedad en crisis.
Otra enseñanza de este ciclo electoral es que no tiene sentido magnificar el impacto de las campañas negativas o, incluso, de la guerra sucia electoral. En estos meses circularon miles de mensajes contrarios a López Obrador sin que le hicieran mella en las intenciones de voto. Tampoco creo que el naufragio de la campaña de Anaya y su frente se haya debido a los golpes en su contra lanzados desde le gobierno y la campaña de Meade. Anaya no despegó porque nunca logró conectar con franjas relevantes de electores agraviados, no encontró los mensajes ni el tono necesarios para generar el entusiasmo contagioso que produce los fenómenos de opinión pública exitosos.
Hace muchos años que la Ciencia Política explicó por qué no son las propuestas y los programas los que definen las campañas electorales. La ignorancia racionalmente decidida de los votantes, debido al alto costo de adquirir información profunda sobre las ofertas de los candidatos en relación con el impacto que el elector le concede a su voto individual en el resultado final de la elección, junto con la percepción de la enorme dificultad de hacer cumplir a los candidatos sus promesas de campaña, hacen que las plataformas resulten casi irrelevantes a la hora de decidir por quién votar. Así, en condiciones no críticas, los electores definen su voto por afinidades ideológicas más o menos genéricas. En cambio, en situaciones críticas, el voto se suele convertir en un arma de protesta, en un sucedáneo de la rebelión. Y es entonces cuando los demagogos y los carismáticos encuentran su oportunidad.
Después del cataclismo el paisaje político será muy distinto al que nos acostumbramos desde el final del monopolio político del PRI. Los partidos del pacto de 1996 quedarán devastados y vendrá el tiempo de construir las nuevas opciones para encausar la pluralidad y la diversidad que, a pesar de todo, seguirá existiendo en la sociedad mexicana. Porque entonces, más que nunca, será necesaria la existencia de oposiciones lúcidas, capaces de presentar alternativas y apostar a convertirse en los fenómenos de opinión pública que ganen las elecciones del futuro.