Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
14/09/2017
En el clima de confrontación política sin ton ni son que caracteriza al México de nuestros días y cuando los ánimos se crispan cada vez más ante el comienzo del proceso electoral del próximo año, buena parte de la opinión publicada, lo mismo que los políticos enfrascados en la mera politiquería, han situado la discusión sobre la construcción de la nueva Fiscalía en el terreno pedestre de la rebatiña por quién será el primer Fiscal inamovible por nueve años, como si se tratase solo de la designación de un cargo más. Otros, menos ingenuos, tratan de capturar el cargo para cuidarse las espaldas una vez que se encuentren fuera del poder y emprendan la retirada con el botín.
Se trata de una discusión fuera de foco, que ha personalizado el tema alrededor de la antipatía o simpatía que el actual procurador general, Raúl Cervantes, provoca. No se entiende, o se pretende soslayar, que el debate de fondo no es en torno a la personalidad de Cervantes sino sobre las reglas del juego que deben regir al nuevo órgano encargado de la procuración de justicia del Estado mexicano –una de sus obligaciones fundamentales en un orden constitucional democrático– de manera que se logre institucionalizar un cuerpo de fiscales federales, profesional, eficaz para enfrentar los retos del nuevo sistema de justicia penal, sin incentivos para brindar protecciones particulares, despolitizado y con un sistema de carrera que premie el buen desempeño, el conocimiento jurídico, la honradez y el éxito en los casos presentados ante los jueces.
Otro tema central del diseño institucional necesario para el nuevo órgano es el diseño de las reglas de funcionamiento del cuerpo de investigación de los delitos asociado a la Fiscalía, en sustitución de la periclitada policía judicial, trasmutada en Agencia Federal de Investigación y después en Policía Federal Ministerial. También en este caso será necesaria la revisión del incipiente sistema de carrera para adecuarlo a las exigencias de profesionalismo, capacitación técnica y rendición de cuentas que se requieren para investigar los delitos y reducir sustancialmente la impunidad. Los investigadores federales de nueva generación deben ser completamente diferentes a los antiguos judas con sus madrinas a los que nos acostumbramos en los tiempos del régimen del PRI y que lamentablemente no han desaparecido del todo.
Así, un tema central del diseño pendiente es el proceso de sustitución de una estructura de agentes del ministerio público y policías judiciales venales, ignorantes, ineficaces y dependientes del poder político, por una nueva organización profesional con personal altamente capacitado, cuyo cargo dependa de su buen desempeño y de su probidad, no de su lealtad al procurador en turno, a su vez empleado del presidente de la República. El diseño de la nueva Fiscalía debe desterrar, en fin, todo vestigio de clientelismo en su organización y funcionamiento.
Otro tema es el de la vigilancia interna de sus procesos –sus órganos de control–, que deben estar a cargo de una Fiscalía especializada con autonomía operativa, capacidad plena de investigación de los asuntos internos y con dotación presupuestal y de personal suficiente. Además, debe crearse un cuerpo de vigilancia ciudadana, que evalúe permanentemente el desempeño del organismo y ante el cual rindan cuentas sus integrantes, sin que este interfiera en la línea de mando y la operación cotidiana, que debe ser responsabilidad última del Fiscal General, responsable, a su vez, ante el Congreso de la Unión.
Así, el tema de las reglas de nombramiento del primer Fiscal y sus sucesores adquiere una especial relevancia. Durante toda la historia estatal mexicana, el Procurador General de la República ha sido un cuadro político nombrado por el presidente de la República y, aunque desde hace dos décadas lo debe ratificar el Senado, el presidente es libre de removerlo cuando le da la gana. La Procuraduría ha sido la vía principal de politización de la justicia –junto con la estructura clientelista del Poder Judicial–, pues la persecución o no de los delitos, la prioridad de los casos, incluso los responsables de los crímenes, se han decidido de acuerdo a los intereses políticos del gobernante en turno. Eso es lo que debe cambiar, si se quiere tener un cuerpo de procuración de justicia que lleve el amparo estatal a toda la población y no solo a aquellos capaces de pagar por protección particular o a los favoritos del poder.
De ahí que la mejor manera de despersonalizar la discusión actual sea el establecimiento de reglas para ocupar el puesto de Fiscal que claramente eviten en lo posible la captura política del órgano. No debe bastar con ser un buen jurista –dicen quienes lo conocen que Cervantes lo es– sino es indispensable que no se trate de un cuadro político. Para ello, basta con establecer en los criterios legales para el nombramiento la prohibición de haber ocupado un cargo de elección popular o de dirección partidista durante un tiempo pertinente –cinco años, como en el caso de los consejeros del INE, por ejemplo–, además de las credenciales profesionales exigibles. El procedimiento de nombramiento debe tener las características de un concurso de oposición entre los candidatos propuestos por el ejecutivo, ya sea en ternas o quintetas, y en él deben participar cuerpos de evaluación independientes del Senado, el cual deberá tomar la decisión final.
Las razones por las que Cervantes no debe ser el nuevo Fiscal –ni ningún otro político en funciones– me parecen evidentes: se trata de que la nueva Fiscalía nazca con toda la legitimidad simbólica necesaria para su institucionalización plena y con toda la autonomía indispensable para ejercer sus tareas de combate a la delincuencia –incluidos los delitos de corrupción en el servicio público– sin lealtades políticas obvias. Si la nueva Fiscalía no nace plenamente independiente, habrá muerto en la cuna y la próxima coalición gobernante tendrá pretexto para volver a empezar, en un cuento de nunca acabar.