Ricardo Becerra
La Crónica
02/08/2020
¿Usted sabe cuál es el olor de un muerto por COVID? Me preguntó luego de haberme explicado al teléfono la situación de Poxtla, su pueblo en Hidalgo. Y es que hace mes y medio, el mayor de sus hijos había caído enfermo del virus y su preocupación le arrastraba a imaginar el peor de los escenarios “¿A qué huele un cadáver de COVID?” Dijo, por segunda vez.
Allá, todo escasea, incluso paracetamol y debe gastar una parte importante de lo que gana al día para sostener tratamiento e indumentaria exigidas para la protección contra la peste: cubrebocas, guantes y todo lo que pueda oler a cloro, esa sustancia capaz de apaciguar la fetidez del miasma que genera el SARS-Cov-2.
Cuenta Berenice que hasta marzo, estaba pasando por su mejor momento personal al encontrar trabajo en una casa de Guadalajara, donde la adoptaron de buena gana y sueldo, con cuarto propio, baño para ella sola y con las tres comidas al día. Casi todo el salario (11 mil pesos mensuales) iban a engrosar el monedero de la madre que cuida de sus dos hijos (es madre soltera) y de otros dos retoños más, linaje de sus hermanos.
Con una parte de esos ingresos constantes y sonantes producto de casi un año de trabajo, la milpa de Poxtla se dotó de semillas, animales y por primera vez, desayunaron huevos todos los días.
Pero la pandemia vino a dar al traste a todo ese progreso.
Entonces las medidas de confinamiento que se impusieron en la casa donde trabajaba —en Jalisco— ya no fueron compatibles con el régimen de salidas quincenales acordado y mucho menos, frente al contagio declarado días después entre su familia hidalguense. El viaje a su tierra, en medio del exuberante contagio nacional, complicaría cada paso de su retorno a trabajar.
Aún y con esa advertencia tuvo que volver a su tierra para vigilar la evolución de su enfermo y de paso a impedir el contagio del resto de la familia. El niño desarrolló todos los síntomas fuera de cualquier hospital o clínica. Fue de los que se quedó en casa, sin atención formal.
En medio de la expansión pandémica aquel pueblo no se paralizó y aunque las distancias entre personas pueden ser mucho más holgadas que en nuestras atiborradas ciudades, en Poxtla no hay familia que no tenga un enfermo o un muerto por el virus: “aquí todos olemos a COVID”.
“Mi prima fue la primera en sentirse mal; mucha gente empezó a sentirse mal… no sabíamos porqué, el doctor dijo que mi prima murió de pleuritis, supimos del bicho ya muy tarde”.
Lo mejor de todo es que su pequeño, sanó. A partir de ese día Berenice ha intentado regresar a su trabajo dos veces, pero en ambos casos, la prueba PCR, apareció positiva: resultó ser una perfecta asintomática. Por eso no ha sido convocada a trabajar. Aunque sus patrones continúan depositándole solo una parte de su sueldo, la desgracia adicional es que el negocio de aquellos ha caído en bancarrota y han tenido que contratar otra trabajadora doméstica, ahora con peor salario (según informa Berenice).
El trabajo que hace un años parecía una solución para ella y para la niñez de sus hijos, quedó suspendida y ahora se parapeta en un nuevo y serio dilema moral. Hace unas semanas, en otras ofertas de trabajo menos cómodas, no la admiten por sus antecedentes COVID y frente a esa ignorancia y desinformación, no sabe si es mejor decir la verdad o ocultarla en su próxima cita laboral. “Voy como apestada por COVID”.
Mientras cursaba la llamada, me contó que otro de sus paisanos presentó un dolor atroz en el mismo lugar de la garganta, impedimento de tragar, gran dificultad para respirar, como si le hubiera crecido una horrendísima angina. Eso entendí.
Es otra historia de nuestro presente, la destrucción masiva del trabajo y de los capilares de pequeña prosperidad; una extendida devaluación de la existencia de millones —pobreza y enfermedad— que está acabando, retratada boca abajo, en una mezcla de humores pituitosos que emiten —según Berenice— los ácidos triunfantes del COVID.