Jorge Javier Romero
Sin Embargo
24/05/2018
El debate presidencial del domingo –convertido en un espectáculo televisivo de pastelazo por los dos candidatos con más preferencias, con José Antonio Meade en el papel del aplicado de la clase que repite mecánicamente recetas de libro de texto y un bufón de acompañamiento–, me hundió más en la perplejidad que el primero: a pesar de un público bien representado en las preguntas y unos presentadores ágiles, aunque con tropiezos, la discusión entre los candidatos quedó a ras del suelo. Generalidades sin sustancia, en un clima de confrontación en el que el candidato del Frente acabó haciendo un berrinche ante un López Obrador que eludió todos los temas, se dedico a repetir sus cansinos eslóganes y recurrió a la burla burda para descalificar a su contrincante.
López Obrador es un candidato que no vende un programa coherente, ni una agenda acabada, sino un nuevo arbitraje personal de la cosa pública basado en su honradez y su austeridad. Sus defensores dicen que se trata de plantear un nuevo acuerdo social, antioligárquico, con base en el discurso redentorista del caudillo, pero la coalición que ha formado tiene demasiados conservadores dentro como para pensar que está ya dicho que el hombre providencial va a jugar con los intelectuales a los que ha atraído y va a gobernar de acuerdo con sus preceptos. Por supuesto que él no fue al debate a buscar el voto de los analistas, sino de la gente con la que conecta y su forma de hacerlo fue la de la parodia cómica en la que es especialista.
Anaya cayó en su juego. Lo quiso provocar y perdió el tiempo que pudo usar para mostrarse propositivo y articulado, con respuestas claras a las preguntas. Al final, del debate lo que quedará será el chiste de carpa, juego de palabras ingenioso al estilo secundaria tabasqueña. La alusión beisbolera del promedio de bateo seguro encantó a sus paisanos y a sus vecinos peninsulares por el doble sentido intencional que le dio a la frase. Al final del duelo, predominó el colmilludo testarudo con capacidad paródica, frente a un actor bien entrenado en la escuela de las ventas piramidales, que llegó a perder los papeles. Meade hizo su tarea y se presentó como el defensor del actual rumbo, con claras definiciones de derecha, de condescendencia con los Estados Unidos, como en el delicado tema de los migrantes centroamericanos, a los que asoció con la criminalidad. El bufón de relleno se quiso mostrar como un representante del pueblo llano y sirvió de patiño para el número central.
Por ahí, como trama irrelevante del sainete carpero, estaban los temas del debate: política exterior, relación con los Estados Unidos y la situación del tema migratorio. Había mucho para mostrar empatía con uno de los conjuntos humanos más vulnerables y para mostrar liderazgo respecto a lo que viene en la relación con el gobierno de Trump, con argumentos. La impresión que dieron todos los candidatos fue de rendición, sobre todo Meade, cuando defendió los términos actuales de la relación con Trump y justificó la invitación que le hizo Peña, azuzado por Videgaray, durante la campaña de 2016. Anaya no pudo exponer las fortalezas de México de cara a la renegociación del tratado de libre comercio. Meade planteó una buena propuesta frente al muro cuando habló de construir una barrera tecnológica en la frontera para detener el flujo de armas, pero eludió nuevamente hablar de política de drogas. No solo se manifestó contra la legalización de la mariguana, sino que volvió a desdeñar el peso que tiene el tráfico de drogas en la crisis de inseguridad y violencia que vive el país.
Anaya tuvo uno de sus momentos más torpes precisamente cuando habló del tema de la mariguana. Yuriria Sierra lo acorraló y desnudó la vacuidad de su propuesta de hacer una dicusión entre expertos sobre el tema, pues no fue capaz de diferenciarla de lo hecho por Peña Nieto y acabó declarándose contra la legalización del cannabis. López Obrador elude la toma de posición con su recurso de someter el tema a consulta. Todos dan por hecho la prohibición como un destino ineluctable y tratan de diluir el enorme peso que tiene el mercado ilegal de las drogas en la fortaleza de las bandas.
Sin embargo, la prohibición de las drogas y sus nefastas consecuencias es el elefante en el centro de la sala. Ya en el primer debate, donde la seguridad era el eje de la discusión, los candidatos y la entonces candidata se mostraron timoratos e ignorantes al respecto. El domingo volvieron a evadirse, a desdeñar una discusión central tanto para desarrollar cualquier estrategia efectiva de seguridad, como en la negociación con Estados Unidos. Es más: si México quisiere una política exterior que le permitiere recuperar protagonismo mundial, debería plantearse como el campeón mundial en la promoción del fin de la prohibición; podría construir una alianza con otros países fuertemente afectados por la guerra contra las drogas y llevar su causa a los organismos internacionales, como pareció que ocurriría desde la convocatoria de la UNGASS 2016. Peña Nieto fue incapaz de ejercer ese liderazgo y ninguno de los actuales aspirantes a la presidencia tiene los tamaños para hacerlo.
En la relación con los Estados Unidos solo el asunto migratorio tiene la misma relevancia que la política de drogas. Es evidente que México no puede acabar con la prohibición de manera unilateral, y menos con el atrabiliario Trump en la presidencia, pero sí podría negociar mucho para acabar con la guerra, expresión extrema del prohibicionismo y, en su política interna, bien podría cambiar el rumbo hacia la regulación sensata de la mariguana, la descriminalización efectiva de los usuarios, al estilo Portugal, y hacia una política general de reducción del daño respecto a los consumos más peligrosos.
La amnistía que propone López Obrador solo tendría sentido con un cambio importante en la política de drogas. La liberación de consumidores encarcelados, de pequeños traficantes sin delitos de sangre, de las mujeres en prisión por transportar drogas a veces sin saberlos (las porteadoras despectivamente llamadas mulas), sería un gran avance para recuperar la normalidad. No podría incluir, es obvio, a los sicarios, ni a los secuestradores, ni a los grandes traficantes, pero sí a quienes han sufrido injusticia por la prohibición o a quienes se han visto inmersos en el tráfico local por falta de oportunidades de vida. Pero sin un giro radical en la manera en la que se aborda la persecución de las drogas, la amnistía queda fuera de contexto y acaba por sonar a disparate.
Los tres candidatos y el payaso mocha manos salieron reprobados de este examen.