Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
12/01/2017
El ramalazo que la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos le ha provocado a México no ha hecho sino exacerbar los males crónicos de un Estado que no se reformó a tiempo. Si bien la crisis que se manifestó en toda su crudeza a partir de 1982 –anunciada desde el inicio de la década de 1970– llevó al final del régimen del PRI en su forma clásica y provocó una oleada de reformas económicas y políticas relevantes, la estructura fundamental del orden social no se transformó y, por más apertura económica y reforma electoral, lo esencial del arreglo: su inveterado patrimonialismo, su clientelismo crónico, su estructura de maquinaria repartidora de rentas y el sistema de botín en todos los ámbitos de la administración pública, se mantuvo inalterado.
El corporativismo sindical, intacto, ha servido para mantener a los trabajadores sin instrumentos de resistencia, lo que ha garantizado un modelo económico cuya casi única ventaja competitiva han sido los salarios de miseria, mientras otras instituciones del antiguo régimen, como la no reelección –virtuosa en un régimen no democrático, pues garantizaba la circulación política y establecía límites a la concentración de poder– se han vuelto extremadamente disfuncionales, pues generan horizontes temporales de muy corto plazo, lo que exacerba la depredación, agravada por la inexistencia de administraciones públicas profesionales capaces de atemperar la ineficiencia de unos cargos electos de precaria formación y ávidos de sacar el mayor provecho posible del puesto obtenido, concebido como patrimonio personal.
La seguridad pública, que en el antiguo régimen se sustentaba en la venta de protecciones privativas y en la negociación individual o colectiva de la desobediencia, se desmorona ante la inexistencia de cuerpos profesionales civiles técnicamente capacitados y sometidos a procesos claros de rendición de cuentas, por lo que el control territorial se desmorona y no queda más remedio que recurrir a las fuerzas armadas para evitar el colapso, con costes ingentes para los derechos humanos y para la posible construcción de un orden jurídico auténtico, capaz de sustituir la ficción aceptada a la que el antiguo régimen nos acostumbró
El Estado mexicano hace agua por todos lados. Su sistema de salud está al borde de la saturación, su sistema educativo está en situación catastrófica, sus infraestructuras se caen a pedazos, su capacidad de ordenar la vida social en torno a reglas claras y aceptadas mayoritariamente se deteriora día a día. El orden que queda parece mantenerse más por inercia que por la legitimidad del arreglo político.
La economía surgida de la apertura comercial y del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte se basó, desde su concepción hace dos décadas, en vender salarios bajos a la industria orientada al mercado estadounidense –pues a pesar de que Canadá también es socio del acuerdo, el intercambio con aquel país es precario y casi todo transcurre a través del vecino común–, sin que se desarrollaran nichos tecnológicos propios, ni se buscara fortalecer el mercado interno, tan endeble como en el momento del colapso del modelo de sustitución de importaciones, por las mismas razones de entonces: trabajadores urbanos y rurales mantenidos en niveles de subsistencia, sin capacidad alguna de convertirse realmente en consumidores de bienes intermedios.
En ese escenario de descomposición resulta natural que cada ladrido del perro rabioso instalado en el patio vecino provoque pánico. La adversidad que sorprendió al país por el triunfo del demagogo desaforado y hoy nos sobrecoge no ha hecho sino mostrar de manera descarnada las contrahechuras de nuestro orden social y la enrome irresponsabilidad de los dirigentes políticos que durante veinte años pusieron el acento en unas supuestas reformas estructurales sin otro objetivo que desmantelar la capacidad de intervención del Estado en la economía y no intentaron siquiera modificar su estructura básica, para transformarlo de un Estado manipulador de los factores económicos a uno con capacidad regulatoria eficaz, promotor del crecimiento con base en la inversión en infraestructura, en salud y en educación, sujeto a la rendición de cuentas y basado en un orden jurídico sólido.
Después de veinte años desperdiciados, durante los cuales los políticos se han aferrado al mantenimiento de la maquinaria distribuidora de rentas, en un país en el que la política corrupta ha sido históricamente casi la única vía para el ascenso social, el espejismo del crecimiento económico basado en la exportación de manufacturas sin contenido tecnológico propio y apuntalado por la renta petrolera se ha esfumado y, como en un juego de serpientes y escaleras, volvemos a la casilla de arranque. Este año los fantasmas de la inestabilidad económica y la recesión que se creían conjurados salen detrás de las puertas de cada armario y paralizan a una sociedad ya de por sí aterrada por la violencia.
Y entonces sale el Presidente Peña Nieto con un domingo siete más: un pacto de estabilización y estímulo económico sacado del repertorio estratégico del gran demiurgo de la Reforma Económica de final del siglo pasado: Carlos Salinas de Gortari forjó su candidatura presidencial gracias a que supo echar mano de los recursos de manipulación del antiguo régimen que, aunque maltrechos, sirvieron para lograr un pacto de rentas entre un movimiento obrero sometido al control político y unos empresarios debilitados por la crisis económica que ya para 1987 llevaba un lustro. El pacto, renovado una vez que se hizo con la presidencia, fue exitoso debido a la debilidad de los actores involucrados, sobre todo el movimiento sindical, y se basó en la contención salarial para frenar la inflación y detener la descomposición del tejido económico. La contrapartida estatal fue un severo ajuste presupuestal y el compromiso de disciplina macroeconómica.
El margen de maniobra político que tenía entonces Salinas era superior, incluso después de la crisis y la ruptura del PRI que puso en jaque al régimen, al que tiene Peña Nieto hoy. Es cierto que el movimiento sindical sigue tan sometido como entonces –incluso es más débil ahora–, pero la capacidad gubernamental para disciplinar al resto de los actores ha desaparecido casi por completo. Así, el pacto propuesto por Peña suena a agua de cerrajas a unos empresarios cada vez más desconfiados y se enfrenta al hartazgo social por el abuso evidente y la corrupción política imperante; así, la mayoría de la sociedad lo ve con desdén, mientras crece la radicalidad del descontento y se escuchan barruntos de rebelión en un país ya de por sí convulsionado por la violencia.
El ridículo de llegar a un acto público sin siquiera tener la garantía de que todos los convocados aceptarían al menos participar en la representación, solo es una prueba más de la falta de talento de un gobierno al que, a dos años de su final, se le han agotado los recursos.