Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
15/02/2016
En la breve explicación que le dio frente al pedagógico mural en Palacio Nacional, el presidente Peña Nieto no le señaló al Papa el segmento en donde Diego Rivera criticó los negocios que la Iglesia católica hace con la fe de sus creyentes. A la izquierda del espectador se aprecia una reproducción del altar guadalupano en la Basílica y, debajo de él, un conducto por donde circula el dinero. El Papa, el sábado por la mañana, bajó la escalera de Palacio junto a esa sección del mural, pero no volteó a mirar las escenas que también muestran a Frida y Cristina Kahlo dando clases a unos niños para alejarlos del fanatismo religioso.
El papa Francisco al lado del fresco anticlerical de Rivera: pocas escenas habrán sido más emblemáticas de una visita marcada por contradicciones constantes.
A la presencia del Papa en México le han sobrado protagonistas y negociantes ávidos de aprovecharse de ella. La jerarquía de la Iglesia católica en nuestro país sabe que, a pesar de las amonestaciones que le ha podido hacer, el Papa la beneficia con su presencia. Cuando Francisco se vaya, las reconvenciones que señaló al interés por la comercialización y las murmuraciones quedarán como recuerdo incómodo. Incluso, la Iglesia presentará esas opiniones como demostración de su capacidad para autocriticarse. Luego, los obispos seguirán en lo mismo, que por lo general han sido los escarceos con el poder.
Los políticos que elogian al Papa independientemente de sus condenas a la corrupción y las exhortaciones por la justicia social, que le hacen homenajes con dinero público y se desviven por una selfie junto a él, también usufructúan la visita de maneras tan insistentes que han resultado indecorosas. La recepción insustancial y cursi con cantantes de segundo nivel y lucecitas tan artificiales como el fervor así prefabricado, la salutación en Palacio Nacional convertida literalmente en besamanos por funcionarios públicos que hicieron a un lado la representación política que ejercen, la reiterada presencia de la esposa del presidente Peña Nieto junto, delante y detrás del Papa, el dispendio de los gobernadores que lo reciben, son parte de ese lucro político.
Gobernantes y personajes públicos quedan subyugados no por convicciones religiosas y mucho menos por el discurso pastoral de Francisco, sino por la notoriedad de ese personaje con cuya proximidad quieren prestigiarse. El presidente Enrique Peña Nieto destacó delante del Papa la importancia del Estado laico. Pero unos segundos más tarde aseguró que el pueblo de México “es orgullosamente guadalupano”. Pues no todo, señor presidente.
La visita, desde luego, es aprovechada por los medios de comunicación. El frenesí de las televisoras comerciales no solamente abruma cualquier posibilidad de reflexión crítica en sus pantallas. Con la cobertura sensacionalista de cada paso que da Francisco, Televisa y Televisión Azteca hacen un desesperado, pero ineficaz esfuerzo para que la coartada religiosa les permita recuperar la audiencia que pierden de manera cada vez más patente. Sus directivos no consiguen entender que la sociedad les ha perdido la confianza y que, incluso, este intento de expropiación simbólica de la imagen del Papa no conseguirá nuevos televidentes. En una sociedad crecientemente abierta y con medios de comunicación muy diversos la manipulación de la fe religiosa ha dejado de ser garantía para aumentar el rating.
No es menor el empeño de quienes han querido que el Papa comparta sus agendas políticas en contra del Estado. La insistencia para que recibiera a los padres de los normalistas de Ayotzinapa, o para que mencione episodios recientes de transgresiones a los derechos humanos en nuestro país, implicó una magnificación de las capacidades políticas de ese personaje. Aunque hablase de tales asuntos no los resolvería. Esos episodios de ilegalidad y violencia son bien conocidos en el mundo y por mucho que Francisco se ocupara de ellos su situación sería la misma.
Lo que han querido algunos de quienes buscan que Jorge Mario Bergoglio comparta sus denuncias es contribuir al deterioro de la fama pública del gobierno mexicano. La agenda que proponen no se termina en los derechos humanos y desde luego no es religiosa, se trata de posiciones políticas y se apoyan en un diagnóstico equivocado. Suponen que Francisco puede y quiere comprometerse con la defensa de esos temas y olvidan que encabeza a una institución profundamente conservadora y, por definición, autoritaria.
El actual Papa suele ofrecer mensajes que parecen contundentes porque emplea un lenguaje que no ha sido habitual en la jerarquía eclesiástica y propone actitudes personales que parecen críticas al conservadurismo de la Iglesia. Pero muchas de esas posiciones (quizá con excepción de las pertinentes advertencias que ha formulado acerca del cambio climático) se agotan en el discurso.
Bergoglio es muy hábil para eludir asuntos delicados con frases atractivas que, sin embargo, no modifican el tradicionalismo de la institución que encabeza. Autorizó a los sacerdotes para absolver en confesión a quienes han abortado y se arrepienten de ello, pero solamente durante este año y sin cambiar un ápice el desconocimiento de la Iglesia católica al derecho de las mujeres a tomar decisiones como ésa. Cuando le preguntaron sobre los homosexuales se preguntó “¿quién soy yo para juzgarlos?”, pero no reconoce el derecho a las uniones entre parejas del mismo sexo. Cuando fue a Cuba se cuidó mucho de cuestionar la persecución a disidentes políticos que hay en ese país y lo más drástico que dijo, delante de Raúl Castro, fue hablar de la necesidad de la misericordia.
Que el Papa cuestione la corrupción, deplore la inequidad económica y censure a quienes trafican con la muerte, como ha hecho en nuestro país, resulta digno de aplauso, pero difícilmente contribuye a cambiar esos problemas. Sobre todo porque en su propia casa, independientemente de que él simpatice o no con tales prácticas, sigue habiendo excesos y abusos. Francisco ha reconocido y deplorado la presencia de sacerdotes pederastas e incluso ha ofrecido disculpas por los atropellos que han cometido, pero en todo el mundo —y en México se conocen casos perfectamente documentados— la Iglesia sigue ocultando y protegiendo a esos delincuentes con sotana.
Ante los desvaríos de gobernantes ávidos de notoriedad, la avidez de una jerarquía católica que busca más espacios de influencia política, la estridencia de medios de comunicación que hacen negocio mercantil y político y el convenencierismo de quienes pretenden que la visita favorezca sus agendas políticas, conviene recordar por qué y para qué tenemos un Estado laico. Roberto Blancarte ha explicado que la reforma juarista abrió la posibilidad de que las instituciones en México no tuvieran que legitimarse con la bendición del clero. La subordinación de la política a la Iglesia es esencialmente antidemocrática, igual que la supeditación a cualquier poder fáctico o a cualquier fundamentalismo. Con razón, Pedro Salazar ha escrito que la defensa del Estado laico no es frente a la iglesia, sino frente a los políticos mexicanos. Muchos de ellos consideran que santiguarse, comulgar y postrarse delante del Papa (y luego lucrar políticamente con ello, puesto que lo hacen de manera pública) es señal de libertad. En realidad es muestra de una sujeción que excede el mandato que les hemos dado los ciudadanos.
Cuando termine la visita del Papa, en Palacio Nacional seguirá la obra de Diego Rivera. Aún con una retórica plástica y política repleta de excesos, esos murales son parte de nuestra memoria y señalan advertencias que, en medio del vértigo papal y precisamente por ello, no hay que olvidar.