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El debate público

El Papa y la laicidad

Pedro Salazar Ugarte

Nexos

22/08/2014

Nunca me ha convencido mirar a la laicidad teniendo como referente a la iglesia. Después de todo, en buena medida, desde un punto teórico, lo que se propone la agenda laica es contribuir a la secularización del pensamiento, de la socialización y de la cultura. Por eso, el laicismo, combate al dogmatismo y promueve la tolerancia sobre la base de un reconocimiento de la pluralidad que no subraya las pertenencias religiosas sino que hace abstracción de las mismas. El pensamiento laico no ignora la existencia de las religiones pero propone bases para la convivencia que responden a un proyecto axiológico que no les tiene deferencia. Los valores de la laicidad son la igualdad –formal y sustantiva- sin reparos en las militancias religiosas, el combate a la discriminación por razones de creencias, el reconocimiento de la diversidad como un bien valioso, la libertad de pensamiento, la razón crítica, el antidogmatismo, la tolerancia. Básicamente.

Esta agenda convive mal con la mayoría de las religiones y lo hace aún peor con las iglesias. En particular con la iglesia católica que no claudica en su empeño por colonizar las normas colectivas con sus dogmas y principios. Penalizar el aborto, negar el reconocimiento al matrimonio igualitario, prohibir la investigación científica en algunas materias, mantener en la ilegalidad la reproducción asistida, etcétera, etcétera. Esta agenda –que se expande en múltiples ámbitos y dimensiones- es un proyecto político con matriz religiosa y, por ende, es antilaica por excelencia. La veta de la laicidad pasa, como diría Beccaria, por evitar la confusión entre “delito y pecado” y esa es, precisamente, la fusión que la iglesia católica promueve. El agua y el aceite.

Por ello no creo que, para la agenda laica, tenga mucha relevancia quién es el Papa en turno. Es cierto que Bergoglio ha verbalizado más sensibilidad que sus antecesores inmediatos ante temas delicados relacionados –por ejemplo- con los derechos sexuales y reproductivos; pero también lo es que sus representantes en los países en los que su iglesia tiene poder e influencia empujan con tesón y sin descanso su agenda reaccionaria. Tampoco ha cambiado un ápice el talante discriminatorio hacia las mujeres y hacia los homosexuales de las políticas internas de la iglesia y de sus propuestas normativas para ordenar la vida colectiva. Así que, tal vez, las declaraciones del máximo jerarca de la iglesia conmuevan a sus fieles y los inviten a la reflexión –lo que sería positivo en la dimensión del cambio cultural- pero no inciden en la política institucional de su organización. Y, como a la laicidad lo que debe interesarle es esta última, en realidad, que el Papa sea más o menos progresista, poco importa.

En su artículo sobre “El Papa rebelde”, Alma Guillermoprieto sostiene que “lentamente, Francisco va arrastrando a su Iglesia hacia el presente…” con un método que, según el padre Spadaro, consiste en “primero hacer el gesto y luego decir las palabras”. Probablemente sea cierto pero eso no tienen ninguna relevancia si nos colocamos desde el mirador de la laicidad. Lo relevante para el pensamiento y el proyecto laico –insisto- es lo que sucede hacia fuera de la iglesia y no en su interior. Ni los gestos, ni las palabras de su jefe máximo están orientados a mermar la situación de privilegio político, jurídico y económico con el que se le trata en muchos países. Tampoco trastocan su vocación hegemónica ni su militancia evangelizadora.

Para la laicidad lo que cuenta es que esa organización religiosa sigue dando la batalla por obtener privilegios fiscales, intenta penetrar la escuela pública, busca adquirir medios masivos de comunicación, logra modificar constituciones para “proteger la vida desde la concepción y hasta la muerte natural” y así sucesivamente. De hecho, nuestro país es un excelente botón de muestra de que, en materia de laicidad, el cambio de un Papa por otro es irrelevante. Es más: probablemente, estamos peor con Bergoglio que con Ratzinger.

Si pensamos en términos de política interna, esto significa que estamos peor con los priístas en el gobierno de lo que estuvimos con el PAN. Y eso que en la “docena trágica” –como la llama Patricia Galeana- el retroceso fue inmenso. El Presidente no pierde oportunidad para viajar al Vaticano, su gobierno trata al Secretario de Estado de la Santa Sede como si fuera un jefe de Estado, la cancillería mexicana no tiene pudor en iluminarse de blanco y amarillo y los funcionarios de alto nivel se reparten zancadillas para quedarse con la organización de la visita inminente del “Papa rebelde” a tierras mexicanas.

En el ínterin, la Iglesia católica promueve reformas constitucionales, critica a los gobiernos, hace propaganda política, orienta el voto. Esto sucede mientras el artículo 130 constitucional duerme el sueño de los justos y las autoridades miran hacia otro lado. Al igual que lo hizo cuando los gobernantes –que profesan esa u otras religiones- consagraron sus comarcas a los dioses o los gobernadores organizaron misas públicas para celebrar canonizaciones de otros papas menos rebeldes pero igual de mediáticos. Y eso por no hablar de la impunidad en la que permanecen los abusos sexuales cometidos –entre otros- por los Legionarios de Cristo.

En síntesis, Bergoglio podrá ser un “Papa Rebelde” para su Iglesia pero no es un Papa laico. No lo es porque no puede serlo. Si lo fuera sería un oxímoron, un no-Papa, precisamente, un laico. Y, en paralelo, muchos de nuestros gobernantes son creyentes y, para colmo, algunos de ellos pragmáticos y oportunistas, precisamente, no-laicos. Todo mal.