Mauricio Merino
El Universal
02/04/2018
La autoridad y el poder responden a criterios muy diferentes. Y aun dentro de ambas categorías, hay matices y circunstancias que importan. Las dos atañen a la vida política de los pueblos y a la forma en que se organizan los grupos humanos. Las dos producen jerarquías, generan comportamientos y trazan destinos, pero no son lo mismo. Una sociedad incapaz de distinguir entre esas categorías es una sociedad atrapada por la mecánica del más fuerte y amenazada por el conflicto.
El poder es, en última instancia, la capacidad de hacerse obedecer aun en contra de la voluntad de otros y por cualquier medio. Implica siempre un argumento de fuerza, empleado para derrotar cualquier resistencia a los deseos propios. Es caprichoso y necio. Y por eso está vinculado al conflicto y a la ambición de dominio, en todo momento. Tiene pretextos y, casi siempre, argumentos. Pero no busca persuadir, sino someter. Y para realizarse a cabalidad, necesita enemigos. Ahí donde no los encuentra, ha de inventarlos para vencerlos. De ahí también que sea paranoico: quien ejerce el poder —Elias Canetti— encuentra conjuras y conjurados a cada momento. Puede engañar a sus adversarios haciéndolos creer que son sus aliados, pero jamás pactará sinceramente con ellos, porque la desconfianza está en su naturaleza esencial.
Al poder le gusta la masa, los colectivos abstractos, el pueblo uniforme. Quien se distingue por méritos propios, en cambio, incomoda a los poderosos, y aunque puede volverse su cómplice temporal, lo será siempre que sea obediente y bajo un velo de desconfianza. Pero en cualquier momento, la crítica, la desobediencia o un derroche de cualidades pueden convertir al compañero en un enemigo, a quien ha de atacarse con mayor fiereza para afirmar la voluntad propia.
La autoridad es mucho frágil, pero, a la vez, mucho más perdurable. Está asociada con la confianza y la estabilidad. La confianza que se gana por micras —Carlos Pereyra— y puede perderse por kilómetros. Puede tomarse prestada de los cargos que eventualmente se ocupen: autoridad vicaria de las instituciones o las organizaciones de donde emana, siempre que esas instituciones hayan sido, a su vez, confiables y estables. Pero la verdadera autoridad, aunque parezca asociada al poder, se construye a partir de las causas ganadas, de la credibilidad y la consistencia. Mientras que el poder desconfía, la autoridad produce confianza. Y por eso es la envidia de los poderosos que aspiran a ganar legitimidad: que te amen o que te teman, aconsejaba Maquiavelo a su Príncipe, aunque es mejor que te amen. ¿Pero cómo amar a quien no quiere sino someter? ¿Cómo confiar en quien no puede sino desconfiar?
De aquí que los poderosos busquen hacerse de la confianza que produce la autoridad para tomar, de ella, la credibilidad que necesita el dominio. ¡Dadme ideas y prestadme su autoridad! Claman los poderosos —Rubert de Ventós— cuando se van quedando desnudos ante el griterío de los niños. Pero, en última instancia, aunque las busque, el poder no necesita razones, mientras que la autoridad no existe sino a partir de la coherencia y la inteligencia. La política es el conjunto de razones que tienen los seres humanos para obedecer o para rebelarse, escribió Savater. Sin embargo, la política basada en la autoridad es una aspiración ética que quiere circundar la ambición de poder. Una aspiración arraigada en el más profundo sentido republicano: el de la razón que somete a la fuerza.
Una sociedad, repito, incapaz de distinguir entre el poder y la autoridad no puede ser una sociedad democrática. Antes de noventa días, votaremos para elegir un nuevo grupo de gobernantes. Sin embargo, lo que veremos no será una pugna entrambos conceptos, sino un nuevo episodio de la lucha descarnada por el poder. Que no nos sometan: hagamos de la exigencia de autoridad nuestro parapeto.