Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
01/10/2015
El Presidente de la República usó su intervención en la ONU para lanzar advertencias contra el peligro del populismo. Para Peña Nieto, el gran peligro político de nuestro tiempo son los “nuevos populismos de izquierda y de derecha, pero todos riesgosos por igual; el siglo XX ya vivió y padeció las consecuencias de individuos que carentes de entendimiento, responsabilidad y sentido ético optaron por dividir a sus poblaciones”.
Hace tiempo que desde la trinchera del pensamiento único se enarbola el espantajo del populismo para advertir contra cualquier opción que no se ajuste al paradigma que, al menos desde los últimos años de la década de 1980, se considera como la única vía recta hacia la prosperidad, aunque sus resultados hayan sido bastante magros durante las tres décadas de su hegemonía ideológica en Occidente. Ni Europa ni los Estados Unidos se han recuperado plenamente de la gran recesión que lleva ya siete años, ni los países de América Latina han dado el gran salto al desarrollo con base en la receta mágica de supuesto libre mercado y pluralidad limitada que se les ha recetado.
Frente a las evidentes limitaciones de la utopía neoliberal, han surgido en muchos países opciones políticas contestatarias, tanto de izquierda como de derecha con características muy disímiles entre sí, pero a las que fácilmente se les endilga por igual el sambenito de populistas. En lugar de establecer un debate de ideas sólido, basado en evidencias cuando las haya, que pondere en sus justos términos las propuestas y los dichos, se suelta el epíteto sin ton ni son. Se acusa de populistas a los neonazis de Amanecer Dorado, a los ultranacionalistas de UKIP o a los xenófobos del Front National francés, lo mismo que al chavismo venezolano, a la Syriza griega, al peronismo o a cualquiera que nos caiga mal.
El término populismo es tan impreciso que ha terminado por no significar nada. Los primeros en llamarse a sí mismos populistas fueron los Narodnik rusos del siglo XIX. Se trataba de un movimiento de intelectuales de clase media que se proponían ir hacia el pueblo, con una idea de socialismo agrario que en su tiempo fue calificado de ingenuo por los doctrinarios marxistas. Después, ya en el siglo XX, adquirió cierta connotación peyorativa en los estudios sobre los movimientos políticos latinoamericanos que llevaron a cabo, desde el Estado, políticas de masas. Así, en el jarrito del populismo se trató de acomodar a fenómenos disímbolos como el cardenismo mexicano, el varguismo brasileño y el peronismo argentino.
En México, fue después del estallido de la crisis de 1982 cuando se comenzó a calificar de manera genérica a los gobiernos de la época clásica del PRI, pero sobre todos a los de Echeverría y de López Portillo como populistas, con el argumento de que habían endeudado al país para repartir recursos públicos entre sus clientelas y con ello mantener su apoyo popular en el corto plazo sin pensar en el futuro. El déficit, la inflación, la estatización de la economía y el gasto clientelista se convirtieron en los caballos de apocalipsis populista. El gobierno de Salinas de Gortari se curaba en salud con denuestos reiterados al pasado populista de su propio partido, mientras repartía buena parte del dinero de las privatizaciones entre sus nuevas clientelas a través del programa de Solidaridad.
Ahora Peña Nieto se llena la boca con el terminajo multiusos. La amenaza populista acecha en el horizonte y hay que estar alertas frente a ella. No hace falta mucho seso para interpretar que se refiere al posible resurgimiento político de Andrés Manuel López Obrador, redivivo candidato a la presidencia en 2018. No sé si el presidente y sus escritores de discurso se den cuenta del favor que le hacen al líder de MORENA con sus invectivas veladas, pero el hecho es que el gobierno ha optado, ante el agrietamiento de su proyecto y su incapacidad de dotarlo de perspectiva de futuro, por presentarse como el valladar frente a la amenaza del gran enemigo abstracto.
El clamor antipopulista lo hace, por lo demás, el líder del PRI, uno de los partidos a los que con más frecuencia se le ha aplicado el calificativo. Un partido que ha mantenido su apoyo político intercambiando favores y protecciones particulares por votos; que distribuye dinero a espuertas entre sus redes de clientelas para ganar elecciones. Y lo dice un presidente que utiliza políticamente los programas sociales, no como derechos ciudadanos, sino como moneda de intercambio para mantener su base social; el mismo presidente que ha repartido millones de televisiones entre los pobres con el pretexto del apagón digital.
Si de frenar el populismo se trata, el PRI haría bien en empezar por la propia casa, construida precisamente sobre la base del reparto de protecciones particulares, la negociación de la desobediencia de la ley y la distribución de beneficios a cambio de apoyo político. El partido de las corporaciones verticales y las redes de clientelas cautivas poca autoridad moral tiene para construir espantajos a los cuales combatir.