Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
13/08/2015
El proceso de encumbramiento de Manlio Fabio Beltrones tiene algo de historia rediviva. Como un espectro de un pasado que en realidad sigue siendo presente, el antiguo partido único ha echado a andar sus rituales de simulación para formalizar la decisión presidencial del nombramiento de la cabeza de la organización que durante décadas condensó al pacto político y delimitó las fronteras de la inclusión del orden social de acceso limitado, que controlaba y se repartía las diferentes parcelas de rentas del Estado.
El PRI nunca ha sido un partido formado por individuos que comparten una ideología y un programa y se organizan voluntariamente para hacer avanzar un proyecto, en competencia con otras organizaciones de ciudadanos con plataformas distintas. El PRI ha sido, desde sus orígenes ancestrales, cuando se formó el Partido Nacional Revolucionario, la expresión formal del pacto de elites en el que se basó la etapa de madurez de eso que Douglass C. North, John Joseph Wallis y Barry R. Weingast han llamadoEstado natural: un pacto de coordinación entre diversos grupos, que limita la violencia con base en la manipulación de la economía, para crear intereses privilegiados y repartirse las parcelas de rentas sociales; con ello se crea cierto crecimiento, aunque se obstaculiza tanto el desarrollo económico como el político. En este tipo de órdenes sociales, la protección se distribuye a través de redes clientelistas y las relaciones personales son el mecanismo de cohesión, por lo que la incertidumbre derivada de la arbitrariedad con la que se ejecuta la ley y las exclusiones aplicadas para garantizar los privilegios limitan el acceso a la organización política y al intercambio comercial.
Esta digresión abstracta explica en buena medida cómo funcionó el PRI durante las décadas en la que ejerció como monopolio de acceso al poder y controló de manera absoluta tanto el ingreso a los cargos públicos, como a la esfera de los negocios, limitada a aquellos que lograban la protección política, lo que implicaba la exclusión de sus competidores externos e internos a cambio de su generosidad económica y su complacencia con quienes ejercían el poder.
Los trabajadores industriales y los campesinos sólo gozaban de cierto colchón de protección social si eran dóciles y aceptaban el patronazgo de las organizaciones incorporadas en el pacto de dominación. El intercambio particularista de favores, dádivas o trato privilegiado, a cambio de aquiescencia y apoyo político, fue la forma generalizada de relación del poder con los grupos sociales, mediado por los cuerpos de intermediación institucionalizados en el partido. Pertenecer al PRI era necesario para conseguir puestos en los mercados públicos, para obtener una concesión de taxis, para vender en la calle, incluso para poder tener acceso a los servicios básicos.
Durante la época clásica de su dominio, el PRI fue la representación formal del sistema de inclusiones y exclusiones del orden social. Todo aquel con pretensiones de éxito en la economía o en la política tenía que ser priista o aceptar agradecido la protección del PRI. Cualquiera que quisiera un empleo público, una plaza de maestro o una patente de notario, lo mismo que lograr que se le impusiera el permiso previo de importación a lo que uno quería producir o se le extendieran los permisos de explotación de algún recurso natural, tenía que ser orgullosamente priista, pertenecer a la red de patronazgo correspondiente o al menos rumiar en silencio su disidencia.
La estructura del PRI, piramidal, tenía en su vértice al Presidente de la República, líder nato del partido, árbitro final de las disputas entre grupos, gran elector de todos los cargos supuestamente sometidos a votación popular. El presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI lo era sólo por delegación del señor del gran poder sexenal. El liderazgo real del partido se renovaba con cada sucesión presidencial, en ese proceso no exento de magia que hacía del nombramiento de su sucesor el último acto de poder del presidente menguante. Sin embargo, con todo y el alto grado de arbitrariedad que en apariencia tenían las decisiones presidenciales, siempre había detrás procesos de negociación y conciliación entre grupos, premios y castigos, concesiones y denegaciones: política, al fin y al cabo.
Después de que con la derrota electoral del año 2000 el mecanismo se trastocó, el PRI vivió una etapa de competencia abierta entre sus grupos, desconcertados por la pérdida del árbitro incontestado que les solucionaba las disputas sin que la sangre llegara al río, pero las cosas no les funcionaron tan bien y la unidad se dificultó, no sólo porque ya existían opciones de salida —impensables en los buenos viejos tiempos de la unanimidad— sino porque la conciliación basada en reglas impersonales y abstractas nunca ha sido parte del repertorio estratégico de la coalición. Los peores resultados de su historia los obtuvieron cuando decidieron sus liderazgos y sus candidaturas en procesos abiertos con consulta a sus agremiados.
Así, no llama a sorpresa que en este renuevo de dirección hayan optado por hacer las cosas a la antigüita: la negociación a puertas cerradas con el Presidente de la República como árbitro, la decisión tomada en Los Pinos y después la aclamación pública de las diferentes corporaciones priístas que nunca dudaron de que Manlio Fabio Beltrones fuera el hombre indicado, el mejor, el imprescindible para dirigir al partido y llevarlo por el camino justo a cumplir con su papel histórico.
Tal vez Beltrones no era la primera opción de Peña Nieto; la tarea de especular se las dejo a los columnistas con bola de cristal. Pero eso es lo de menos. Lo relevante es que el PRI sigue existiendo como alianza de grupos especializados en el reparto de privilegios y protecciones clientelistas y sigue ocupando, con sus prácticas de siempre, buena parte del espacio público mexicano. Ahí donde el PRI domina, el acceso a la política y a la economía se mantiene restringido a quienes aceptan su manto protector y establecen con él relaciones de complicidad. El PRI, espectral como parece, es muestra de que México no ha concluido su tránsito a un orden social abierto, donde las leyes impersonales y la competencia determinen el éxito o el fracaso económico o político.