Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
06/10/2016
El Partido Socialista Obrero Español, una organización fundamental en el proceso de construcción de la democracia en España durante la transición y la fuerza política que más años ha gobernado durante el periodo constitucional iniciado en 1978, se encuentra sumido en la peor crisis de su historia reciente, lo cual es una muy mala noticia no solo para la política española, sino para la izquierda democrática de todo el mundo.
El PSOE actual surgió en 1974 en el congreso llevado a cabo en Suresnes –una localidad a las afueras de París– que transformó al antiguo partido socialista de origen decimonónico –y que había sido crucial durante los años de la Segunda República y la guerra civil, pero que se encontraba al borde de la extinción entre el exilio de sus viejos dirigentes y la represión franquista– en un vigoroso partido socialdemócrata dirigido por un grupo de jóvenes que no había vivido la guerra y llevaban a cabo su actividad política dentro de España, a diferencia de la dirección relvada, que había mantenido viva la tradición de la organización pero se encontraba alejada de la realidad de un país en plena transformación en las postrimerías de la dictadura.
Bajo la conducción de Felipe González y Alfonso Guerra, los socialistas renovados generacionalmente, pero también en programa, ideología e imagen, jugaron un papel crucial en el proceso de negociación y pacto que siguió a la muerte del dictador Francisco Franco y se convirtieron en el segundo partido de España después de las primeras elecciones democráticas llevadas a cabo en 1977. Si durante los años de plomo del franquismo fue el Partido Comunista la organización que encabezo dentro de España a la oposición de izquierda al régimen, sobre todo durante la década de 1960, cuando atrajo a jóvenes universitarios y a no pocos intelectuales, ya en los tiempos de la competencia democrática, Felipe González, un joven abogado sevillano de buena presencia y gran vigor, resultó mucho más atractivo al electorado que el viejo dirigente comunista Santiago Carrillo, demasiado vinculado al enfrentamiento cainita de 1936–1939.
González representó, con su enorme capacidad polémica y su estilo desenfadado, un renuevo en la política española, capaz de conectar con toda una generación que anhelaba la transformación de una sociedad que salía de 35 años de opresión nacional católica. Si bien no pudo hacerse con el gobierno en 1979, en las elecciones que sucedieron a la promulgación de la Constitución, en 1982 –con un intento fallido de golpe de Estado de por medio y todavía con los estragos de la crisis económica provocada por los precios petroleros y las debilidades de la economía nacional encima– obtuvo la mayoría absoluta más holgada de toda la historia de la democracia española hasta nuestros días.
Felipe logró, sorteando conflictos intensos, como el desatado en torno a la permanencia de España en la OTAN, ganar dos elecciones más con mayoría absoluta y unas terceras con mayoría relativa suficiente para gobernar en minoría. En su tiempo, España se transformó en un país europeo desarrollado y se incorporó a la entonces llamada Comunidad Económica Europea, antecedente directo de la Unión Europea de nuestros días. Su etapa de gobierno terminó en 1996, afectado por escándalos de corrupción y por un caso conspicuo de abuso de poder y actuación ilegal de las fuerzas del Estado en la persecución del grupo terrorista ETA, sin embargo, sus años en La Moncloa fueron cruciales para la transformación de España en una sociedad mucho más equitativa y próspera que lo que el franquismo había legado.
Después de ocho años de gobierno de la derecha representada por el partido Popular y encabezada por José María Aznar, los socialistas volvieron a ganar las elecciones en 2004, apenas unos días después de los atentados yihadistas en la estación de Atocha de Madrid, que el gobierno trató de atribuir a ETA, lo que le costó la elección a Mariano Rajoy, actual Presidente del Gobierno en funciones. El segundo presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, llevó a cabo una política de extensión del Estado de bienestar e impulsó los derechos de las mujeres y los homosexuales, pero acabó consumido en su segundo periodo, comenzado en 2008, por un errático manejo de la crisis económica que estalló aquel año y demolió parte del bienestar construido por los socialistas hasta entonces.
Desde su derrota de nuevo a manos del Partido Popular en 2012, el PSOE ha vivido tiempos aciagos y un constante retroceso electoral. La elección de Pedro Sánchez como nuevo líder en 2014, por primera vez en unas elecciones abiertas a toda la militancia, pretendió un cambio generacional para enfrentar el retroceso electoral del partido y para neutralizar la emergencia de Podemos, un partido formado mayoritariamente por jóvenes que capitalizaba la indignación que la crisis y las políticas de austeridad impuestas por la Unión Europea –y aplicadas con disciplina por el gobierno de Mariano Rajoy– habían provocado entre una generación en la que se cebaba el desempleo y la falta de oportunidades. Podemos surgió como la tercera fuerza electoral en las elecciones europeas de 2014, a costa de una parte significativa del electorado a los socialistas.
Pedro Sánchez intentó atraer al electorado joven al tiempo que intentaba consolidar el voto duro socialista. En las elecciones autonómicas de 2015 logró un resultado aceptable y su partido pudo formar gobierno en varias comunidades autónomas con pactos puntuales, ya fuera con Podemos y su entorno o con la fuerza emergente del centro–derecha, Ciudadanos. Con esa base enfrentó las elecciones generales de diciembre de 2015, pero sus resultados fueron malos. En un escenario electoral muy fragmentado, con el PP como primera minoría, pero sin condiciones para formar gobierno, Pedro Sánchez intentó un pacto tripartita entre Ciudadanos, el PSOE y Podemos, pero la intransigencia de este último y la dificultad para formar consenso que permitiera enfrentar el reto independentista catalán, lo hicieron fracasar. De las segundas elecciones, llevadas a cabo en junio pasado, el PSOE salió más debilitado aún.
El compromiso electoral de Sánchez en las últimas elecciones generales fue impedir un gobierno de Rajoy y trató de presentarse como un líder capaz de encabezar un gobierno de cambio, con la intención de frenar el trasvase de votos de los socialistas hacia Podemos. Aunque en junio de este año logró evitar que Podemos rebasara al PSOE y se convirtiera en el segundo partido de España, perdió escaños respecto a diciembre y quedó entrampado en su compromiso de no facilitar la investidura de Mariano Rajoy. Su posición inamovible de votar en contra de la formación de un gobierno del PP ha estado motivada principalmente por un intento de recuperar al voto más joven para la formación tradicional de la izquierda democrática española, pero ha enfrentado la oposición de buena parte de la vieja guardia partidista y de los dirigentes regionales, algunos de ellos al frente de sus comunidades autónomas, que se han manifestado por evitar una terceras elecciones y permitirle a Rajoy gobernar en minoría con la abstención socialista en su investidura, para, desde la oposición parlamentaria, reconstruir al partido.
Después de un nuevo batacazo electoral en las elecciones autonómicas de Galicia y Euskadi, Sánchez ha tenido que dimitir después de una rebelión en la dirección del partido, la cual pretendió enfrentar al modo de James Corbyn, el dirigente laborista británico que apeló al apoyo de las bases para mantenerse en el liderazgo aun en contra de sus propios parlamentarios; sin embargo Sánchez fracasó en el intento y el PSOE, con su renuncia, se ha sumido en una crisis de difícil solución, cuando más se necesita de una posición de izquierda democrática capaz de construí una salida para frenar al independentismo catalán. Al PSOE le espera una larga travesía por el desierto.