Mauricio Merino
El Universal
01/06/2016
Era previsible que esta semana tuviera secuelas negativas en la labor del Congreso. Los partidos políticos están liados en un proceso electoral espantoso y en las próximas horas será peor. Cada minuto y cada palabra están contando en la estrategia que han desplegado para arrebatarse posiciones el 5 de junio. No sólo es la fiesta habitual, sino una de sus versiones más lamentables. De modo que mientras más se acercan las elecciones, más difícil se vuelve cumplir las rutinas legislativas. Ya lo veníamos venir: si no se aprobaba antes del 28 de mayo, después resultaría mucho más complicado.
Las organizaciones sociales y académicas que han venido impulsando el Sistema Nacional Anticorrupción han estado conscientes de las restricciones que les ha impuesto el zipizape entre los partidos y han guardado el mayor equilibrio posible durante los diálogos formales e informales a los que han sido invitadas. Una tarea difícil, considerando que los tres principales han buscado llevarse los créditos del sistema en varios momentos del proceso legislativo, a despecho de la evidencia que demuestra que lo escrito hasta hoy ha sido una labor compartida.
Sin embargo, el riesgo mayor es que las pasiones electorales se hermanen con las estrategias de los enemigos más o menos soterrados de ese sistema, hasta reventarlo. Esta semana es muy peligrosa. No sólo porque la violencia verbosa, política y física que se ha desatado en las vísperas de estos comicios ya corre por el filo de la navaja, sino porque ese ambiente es sumamente propicio para el maquiavelismo vernáculo: un toque de intransigencia por aquí, otro de radicalismo por allá, una dosis de protagonismo legislativo, algunas declaraciones tronantes y un par de navajas bien amarradas podrían bastar para romper toda posibilidad de afrontar en serio el segundo problema público más importante del país situado sólo después de la inseguridad y la delincuencia, según los datos recién revelados por el Inegi.
De momento, el nacimiento de ese sistema está literalmente secuestrado por los procesos electorales y las estrategias de los partidos. Ya no hay razones técnicas que se opongan en definitiva a su aprobación. Ni siquiera la manzana de la discordia que se ha cifrado en las versiones públicas de las declaraciones patrimoniales es invencible, pues hay varias posibilidades de resolver esa demanda social, sin vulnerar otras normas. Y tampoco es verdad que la barrera de las cuestiones penales en materia de corrupción sea impenetrable. No nos engañemos. El problema está en otra parte: está en el uso político de este debate; está en los votos que se estarán disputando el do mingo y en las prendas que los partidos podrían obtener aprobándolo o rechazándolo, según sus encuestas.
Una vez que hayan concluido las elecciones, los cálculos cambiarán. Pero nada asegura que la nueva distribución del poder que salga del 5 de junio pague el rescate suficiente para liberar el sistema anticorrupción. Habrá nueves escenarios en juego y nuevos agravios que resolver. Pero ese sistema seguirá siendo el rehén de las negociaciones siguientes, mientras que sus adversarios seguirán operando en las sombras para inyectarle nuevos elementos de conflicto político, animados por titulares de escándalo. Pero si esto llegara a suceder y nuestro régimen de partidos mantuviera el secuestro, ya ninguno podría sacarle provecho a las estrategias que han impedido su aprobación. Si nuestra clase política prefiere ahogarse una vez más en el despropósito, a pesar de haber tenido en las manos una salida institucional sensata y coherente para hacerle frente a la corrupción en el largo plazo, la ruptura será ya inevitable. Quizás estamos viviendo otra crónica de una muerte anunciada: la del régimen de partidos que hoy conocemos.