Ricardo Becerra
La Cronica
09/08/2015
Los últimos diez días han visto aterrizar un nuevo debate en nuestra agenda pública: ¿Qué van a hacer los mexicanos con las 710 hectáreas que serán desocupadas el día que despegue el último vuelo del actual Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México?
Falta mucho tiempo, por supuesto. Los cálculos oficiales afirman que el 20 de octubre de 2020, a las siete de la mañana, despegará el primer vuelo desde las pistas diseñadas por el celebrado arquitecto inglés, Norman Foster. Esto quiere decir que a partir de entonces, la Ciudad de México adquiere la responsabilidad de un desarrollo para la cohesión, incluyente, sustentable, bien planeado y… pongan ustedes todos los requisitos y epítetos que correspondan.
He dicho responsabilidad: porque lo que suceda en ese enorme terreno, situado a 5 kilómetros del Zócalo capitalino, va a alterar –a mejorar o a empeorar- las condiciones de vida de millones de chilangos, no sólo de los más pobres que viven y se amontonan en el oriente y en el norte de nuestra Ciudad.
Supongan por un momento que las fuerzas más voraces son capaces de imponer su voluntad y se deciden a levantar un nuevo “Santa Fe”.
La pasión por las plusvalías atraerá edificios de oficinas, vivienda de lujo, grandes centros comerciales, corporativos de las más importantes firmas… la consecuencia obvia es que los pobres serían desplazados, más allá, encajonados hacia la región nororiente, con las complicaciones conocidas: encarecimiento del suelo imposible de pagar para la clase media típica; desarrollo de guetos y barrios amurallados; decenas de miles de trabajadores cruzando la ciudad para llegar al nuevo polo; nuevos cuellos de botella y un muy largo etcétera que conocemos demasiado bien.
Por eso hablo de responsabilidad, porque más allá de las bizantinas discusiones jurídicas sobre la propiedad del suelo, el Gobierno de la ciudad está obligado a decidir –y decidir muy bien- el tipo de transformación urbana que necesita esa zona.
Ya se ha dicho: es un territorio más grande que las tres secciones de Chapultepec; más grande que el Valle del Silicón en California; más que el Central Park de Nueva York, o sea, una oportunidad única e irrepetible cuyas consecuencias sociales y económicas, los defeños estamos lejos de imaginar.
Frente a esa realidad ¿quién podría siquiera concebir que el Gobierno del Distrito Federal no opine, no organice las visiones, las sensibilidades, los intereses y los proyectos, que se abstenga y no escuche las voces que pueden aportar en torno al futuro de ese espacio? Respuesta: nadie en su sano juicio.
Quiero subrayar: falta algo más que un lustro para que el trasnochado aeropuerto actual deje de funcionar; mientras tanto, mientras se construye la nueva estructura aeroportuaria, su ciudad soporte (llamada “Aeropólis”), sus conexiones federales y el montón de obras asociadas, el gobierno local tiene la responsabilidad de ir en búsqueda de “la opinión de la Ciudad”, o sea, escuchar, animar, deliberar, conocer, interactuar con esos seres humanos, quienes gozarán o padecerán el proyecto urbano para esas 700 y pico de hectáreas.
Dicho con franqueza: el debate de la propiedad del terreno, es menor y casi bizantino: sea de “a” o de “b”, la Ciudad es la entidad que autorizará o negará, permitirá o prohibirá, el uso de suelo de cada centímetro de territorio que está, completamente, en el Distrito Federal.
Por eso, más nos vale convocar a la discusión, informar, inundar de datos, conocer la experiencia del mundo, identificar futuros, alternativas, un ejercicio de pedagogía pública: el proyecto en el cual los mexicanos –y sobre todo, los chilangos- podamos reconocer una idea de la urbe en la que vamos a vivir para las siguientes dos generaciones.
Esta es una de las discusiones mas relevantes que la Ciudad no puede, y no debe, renunciar.