Encuentro material —por centenas, quizás miles—para mostrar y demostrar el inmenso fracaso del operativo de seguridad en Culiacán. No lo celebro, no me gusta, me aflige y lo lamento.
Deploro las ocho vidas perdidas en ese operativo y deploro la humillante exhibición de debilidad estatal. Creo en el acierto desesperado, último recurso para “dejar ir” al delincuente buscadísimo, en aras del bien superior (la vida de civiles y la seguridad pública), en la misma medida que creo en la ineptitud manifiesta y extrema de quienes planearon su captura, mintieron sobre su despliegue operativo y malinformaron de su desenlace.
La hilaridad de los equívocos es proporcional al tamaño del fiasco: “Íbamos en una patrulla que fue agredida” dijo el señor Secretario de Seguridad, lo cual, no tardó en rectificar, pues en realidad se trataba de un operativo para capturar al hijo del Chapo Guzmán: Ovidio Guzmán. Se tardó en admitir que se ejecutaba por una orden de aprehensión, pero incluso esa información era incompleta: presenciábamos una extradición solicitada por el gobierno de Estados Unidos, lo que suscitó la frenética y bárbara respuesta de los narcos, con una capacidad de fuego y armamento para sitiar una ciudad de un millón de habitantes. Luego, las autoridades negaron su detención efectiva, pero el presidente López Obrador tuvo que desmentir la versión de su propio gobierno por tercera vez, ante la rocambolesca salida a medios de los abogados del narcotraficante: resulta que sí fue liberado y que lo hizo para salvaguardar la integridad de los habitantes, a esa hora ya, rehenes y puestos en riesgo por un operativo increíblemente torpe.
El Presidente, acostumbrado a tomar todos los problemas él mismo y por los cuernos, en esta ocasión decidió poner pies en polvorosa hacia Oaxaca, lo que propició más descoordinación, confusión y la confirmación de que somos gobernados por un gabinete que está muy por debajo de las competencias de un país de este tamaño y de esta complejidad.
¿En resumen? Triunfó el crimen organizado, se exhibió a cabalidad la ausencia de estrategia y se mostró la impotencia del gobierno, esa entidad que nos representa a todos. En esa medida, es una derrota de los mexicanos.
Y lo que siguió, siguió a peor. Como el Presidente no asume las responsabilidades que le corresponden como Jefe último de la seguridad nacional y como responsable de ese operativo (no sólo en la liberación del narco), lo que quedaron son estrategias de comunicación (así les llaman) para cambiar la historia, para ofrecer una narrativa épica y un coro de adeptos iracundos en defensa de “un humanista”, olvidando el problema concreto que dio origen a un desbarajuste con repercusiones internacionales.
Estamos —gobierno y sociedad— perdiendo la batalla por la seguridad y no hay estrategia para combatir a un tipo de crimen de las dimensiones, naturaleza y enraizamiento que se manifiesta todos los días como homicidio y expolio, y a veces, como monstruosa demostración de fuerza. Ha llegado la hora de admitirlo, sin evasiones y sin arrogancia: estamos fracasando y lo estamos haciendo a un precio demasiado alto.
Vuelvo a ver todo ese cúmulo de información sobre el desastre de Culiacán, y siento lástima por mí y por el resto.
Espero, firmemente, la convocatoria de mi Gobierno a esa gran conversación para rectificar, democráticamente, conformar la política de seguridad nacional contra el crimen y la violencia. Construir por fin —por favor— la política de Estado contra este horror. Convocar a todos, al margen de las diferencias políticas, al margen de la venenosa división entre “el pueblo” y los demás, por una vez, sólo en este tema, al margen de todo lo demás.