Pedro Salazar
El Financiero
21/02/2018
Mucho lo han dicho los que saben: El siglo XIX fue muy azaroso y poco constructivo para México. Ahora, en el siglo XXI, podríamos perder uno de los pocos haberes que aquella centuria nos dejó. Me refiero a la laicidad del Estado mexicano. Si esto sucede, perderemos mucho más que un membrete plasmado desde 2012 en el artículo 40 de la Constitución. Recordemos lo que dice esa disposición que encapsula nuestra identidad nacional: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.
Como puede observarse, el principio de la laicidad rige en todo el país y vale para todos los órdenes de gobierno. Su sentido profundo es bien conocido pero, cada vez con más frecuencia, despreciado por quienes nos gobiernan y quienes aspiran a gobernarnos. La agenda laica busca garantizar que los dogmas y prejuicios religiosos no colonicen la esfera pública, y que ninguna agenda religiosa goce de un régimen de privilegio que le permita imponer sus creencias a través de las normas colectivas. En ese sentido, la laicidad es, a la vez, un dique en contra del poder ideológico, un proyecto antidiscriminatorio y una válvula de protección para los derechos de todas las personas, pero en particular de las minorías (religiosas, sexuales, ideológicas).
En los últimos años –digamos un par de décadas– en diversos países de América Latina ha reemergido una fuerza reaccionaria de corte profundamente conservador que confronta a los principios y valores que la modernidad trajo tras de sí. Sus enemigos son la autonomía personal, la igualdad en el derecho a ser distintos, la diversidad, la identidad de género, la gesta antidiscriminatoria, las libertades sexuales y reproductivas, etcétera. El fenómeno se ha instalado con una fuerza inusitada en Brasil, ha partido en dos a la sociedad colombiana durante las discusiones sobre el proceso de paz y, apenas hace unas pocas semanas, ha encumbrado en la primera ronda electoral a un pastor evangélico que aspira a ser presidente de Costa Rica. Ello por mencionar sólo casos emblemáticos, porque en realidad ese movimiento neoconservador ha venido ganando presencia en muchas latitudes. A decir verdad, su agenda es de vieja data pero lo novedoso es su talante evangélico, su articulación política y su alianza estratégica con el otro gran bastión del conservadurismo, la Iglesia católica.
De esta manera los valores laicos de la tolerancia, la deliberación racional, la investigación científica y la educación liberal, se han visto acechados por la intransigencia, el fanatismo y el dogmatismo. Las víctimas no son principios abstractos, sino personas concretas que ven amenazada su identidad, su libertad y su plan de vida. Para quienes se suman a ese ejército de cangrejos poco importa, por ejemplo, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos –y en el caso mexicano la SCJN– reconozcan el derecho al libre desarrollo de la personalidad y, derivado del mismo, entre otros, el derecho al matrimonio igualitario. Su agenda es el atropellamiento de las minorías por los prejuicios mayoritarios y por ello han llevado a la arena electoral su proyecto ultramontano.
La alianza del Partido Encuentro Social con Morena y las declaraciones abiertamente conservadoras del candidato del Partido Revolucionario Institucional al Gobierno de la CDMX dan cuenta de que el México laico se está contagiando del virus conservador. Los portadores –para colmo de males– son la coalición que pretende enarbolar la agenda de la izquierda y un representante de la fuerza política que blandió la bandera de la laicidad durante un buen tramo del siglo XX. Así que la amenaza de regresión también arrastra claudicaciones. Ahora resulta que el Partido Acción Nacional (PAN), en su alianza con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), representa lo más cercano a una agenda progresista. El mundo de cabeza.
Alguien podría aducir que el giro conservador –al menos en el caso de México– se explica por simple pragmatismo electorero. Tal vez así sea para los candidatos, pero no lo es para las organizaciones religiosas. Estas tienen una agenda con la que buscan invadir la convivencia y la política es su medio para hacerlo. Justo lo que la laicidad objeta.