Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
06/06/2016
Hace no mucho tiempo el día posterior a las elecciones era de alivio y resaca, como cuando recogemos fatigados el desorden que deja una fiesta. Había que retirar los pendones y carteles en las calles, limpiar las bardas pintadas con propaganda, disponernos a la confirmación de resultados por lo general predecibles y respirar sosegados porque la elección terminaba.
Ahora vamos a las urnas con la resignación de quienes eligen no a la mejor opción sino a la menos peor. Las votaciones se han vuelto tan rutinarias, pero sobre todo los partidos y candidatos se nos muestran tan anodinos o incluso aborrecibles, que al día siguiente de la elección en vez de tranquilidad experimentamos la llegada de nuevas tribulaciones.
La competitividad que ahora hay entre los partidos ocasiona equilibrios políticos interesantes y en ocasiones sorpresivos. Se trata de una consecuencia deseable de la democracia. Pero los reproches mutuos a cargo, fundamentalmente, de personajes políticos en los que no hay motivos para confiar, permiten suponer que los resultados finales no dependerán sólo de los votos que ayer dejamos en las casillas electorales sino de un extenso y en ocasiones tortuoso regateo.
Así es la democracia con fases, reglas y recursos. Subsumida en un proceso complejo y tortuoso, la jornada electoral ha perdido espectacularidad pero ha ganado en confiabilidad. Lo que nos disgusta no es el procedimiento sino sus resultados. O más bien, la imposibilidad de que haya otros resultados. Pero vale la pena preguntarnos si los partidos y sus políticos nos parecen tan escasamente entusiasmantes porque han perdido capacidad de convocatoria y liderazgo, o si lo que ocurre es que hoy los conocemos mejor.
Nuestra apreciación de los procesos electorales y sus protagonistas está condicionada al menos por cuatro circunstancias: una mayor exposición de la política y quienes la practican, la abundancia de campañas negativas, la existencia de cambios no necesariamente virtuosos en la cultura cívica y el desempeño de los medios de comunicación.
1. Las campañas, y en general las actividades de quienes tienen relevancia y toman decisiones públicas, están sometidas a una visibilidad más intensa que nunca. En las redes sociodigitales abundan frases, videos y selfies de campañas de las cuales antes no podíamos ni queríamos enterarnos y que ahora forman parte de nuestro entorno.
Los medios tradicionales recuperan esos contenidos y los amplifican. Se difunden tropiezos, torpezas e improperios de candidatos y sus antagonistas. Sabemos demasiadas cosas de demasiados personajes y personitas pero no por ello comprendemos quiénes son, o qué proponen, en buena medida porque a ellos les importa poco. Sus quince megabites de fama alcanzan para que se vuelvan estereotipos de sí mismos.
En las campañas siempre se han dicho tonterías y superficialidades. Ahora las encontramos en YouTube, las escuchamos en radio y las reitera la televisión. El chismerío digital nos hace más conscientes de la política real, pero también de los escasos motivos para respaldarla. Los diagnósticos serios y los proyectos realistas, que a veces los hay, quedan abrumados por la exhibición de bagatelas. En la temporada electoral reciente pudimos enterarnos de las declaraciones de la candidata panista a la alcaldía de Aguascalientes que, con mucha soltura, aseguró que uno de los remedios para evitar suicidios es que la gente coma elotes. De veras, eso dijo.
2. A los candidatos y partidos no les interesa convencernos con propuestas. Hay excepciones, pero quedan soslayadas por las toneladas de lodo que se propinan unos y otros. La pobreza de sus programas, la presteza para descalificar a sus rivales, las sugerencias de asesores para quienes la política no es servicio sino negocio y sus propias limitaciones, conducen a demasiados candidatos a golpear en vez de construir.
Las campañas negativas existen siempre. Resultaría ingenuo asombrarse con ellas, o pretender que desaparezcan providencialmente. Todos los candidatos quieren convencer de que son mejores que los demás y para ello se ponderan a sí mismos a la vez que subrayan las carencias de sus competidores. Pero a la mayoría de candidatos y partidos se les ha pasado la mano, o han sido incapaces para diseñar campañas capaces de persuadir a su favor y no solamente de suscitar animadversiones contra sus rivales. Estamos ante lo que, ayer domingo en estas páginas, Ricardo Becerra llamó la evaporación de la política.
Que unos hablen mal de otros no es para asustarnos. Pero casi nadie lo hace de frente, responsabilizándose de sus acusaciones, sino a trasmano. Las descalificaciones más notorias se han propalado en versiones sin fuente acreditable y muchas de ellas se sustentan en grabaciones subrepticias e ilegales. Las fortunas que acumularon candidatos y allegados suyos; conductas y manías privadas; conversaciones alusivas a transacciones de escándalo igual que a trivialidades que sólo tienen el banal atractivo de ofrecernos atisbos a la vida privada de personajes públicos… De esos y otros episodios nos enteramos en la temporada electoral reciente sin que a nadie o casi nadie parezca importar si los asuntos así develados son ciertos. A estas alturas, además, nadie se preocupa por la ilegalidad de esas grabaciones.
A quienes propalan esas versiones no les interesa ofrecer explicaciones. Sólo buscan sembrar dudas acerca de los candidatos así exhibidos. La posibilidad de que los hechos que se denuncian de esa manera sean investigados cuando implican un delito queda afectada por la irregularidad con la que han sido registrados.
3. El ánimo social cuestiona cada vez más excesos y disparates del mundo político. Pero ese talante crítico por lo general se limita a descalificaciones catárticas. El desarrollo cívico que había experimentado la sociedad mexicana y que favoreció la transición política de las décadas recientes pareciera haberse estancado ante la contemplación de las miserias del intercambio político.
Entre los segmentos más activos de la sociedad a las revelaciones sobre abusos y torpezas de los políticos se les castiga con un retuit o se les promociona con un “like”. Miren qué deshonesto ha sido este gobernador, adviertan qué repugnante resulta aquel candidato, solacémonos con las necedades de este otro… Pero de ese ánimo reprensivo queda poco el día de las urnas. Muchos ciudadanos siguen allanándose al voto corporativo o simplemente deciden no pasar por la casilla electoral. El desencanto político no conduce mas que a la contemplación frívola o indignada, pero en todo caso políticamente estéril, de la guerra sucia entre personajes públicos.
4. Los medios de comunicación, o la mayoría de ellos, aprovechan la vulgaridad y las inmundicias del intercambio político primero para difundirlas y luego para descalificarlas. Con esos lamentables contenidos nutren el sensacionalismo que incrementa el rating. Después, los aprovechan en contra de los políticos. Durante demasiado tiempo los medios escamotearon la difusión de contenidos desfavorables al poder político. Ahora los propalan, incluso sin comprobar si son ciertos y por lo general sin contexto alguno, porque el negocio es pegar para negociar y obtener privilegios.
Los medios han transitado de la sacralización, a la trivialización de la política. A los políticos y especialmente a las elecciones se les descalifica porque se puso de moda hacerlo pero antes que nada por intereses ideológicos y de negocios. Los consorcios de comunicación rivalizan con las instituciones estatales por la hegemonía cultural en nuestra sociedad. Descalificar a la política es una manera de contribuir a su privatización y a que los asuntos públicos se diriman no en los espacios institucionales sino en los interesados foros mediáticos. Los consorcios de radiodifusión, además, comparten un discurso antielectoral porque están en contra de las reglas en materia de propaganda política.
Repetitivos y huecos, los millones de spots que nos endilgan los partidos son insoportables y escasamente útiles. Pero el abuso de ese formato no implica que la gratuidad de la propaganda electoral deba desaparecer. Los partidos acordaron hace nueve años que esa propaganda debía difundirse en tiempos del Estado porque la compra y venta de espacios en radio y televisión propició inequidades y abusos. Lo que hay que hacer ahora es utilizar ese tiempo para programas de debate y no dilapidarlo en fugaces spots.
Con el pretexto de que los spots propician la guerra sucia se ha conformado una alianza de televisoras, comentaristas y políticos que tienen demasiada prisa para que se restablezca la comercialización de la propaganda electoral. Quieren tirar al niño con todo y bañera. La debilidad del debate público no se resolverá retornando al pago de spots que, entre otras consecuencias, implicaría un nuevo gasto a cargo de nuestros impuestos. Lo que hace falta es aprovechar la creciente visibilidad de la política, hacerla fuente de exigencias y no de estridencias y utilizar los espacios que ya existen en televisión y radio para que los partidos intercambien ideas y no sólo agravios. Se necesita, sobre todo, un contexto de exigencia pública que podría comenzar requiriendo que quienes perdieron en las elecciones de ayer lo reconozcan sin rodeos.