Jorge Javier Romero
Sin Embargo
01/06/2023
El domingo 28 de mayo hubo elecciones autonómicas y municipales en España. El mismo día fue la segunda vuelta de la elección presidencial en Turquía. Se trata de dos países con realidades sociales y políticas muy distintas: el primero es una democracia plena, un régimen parlamentario con un sistema de comunidades autonómicas que, sin ser plenamente federal, le da una gran cantidad de competencias a los gobiernos locales, más, incluso, que las de nuestros enclenques estados federados; la segunda es una república que no ha concluido el tránsito a un orden social abierto, a pesar de ser una potencia media miembro de la OTAN y de tener una sociedad plural, en buena medida urbana y con la mirada puesta en Europa.
Ambos países vivieron durante buena parte del siglo XX bajo regímenes tutelados por los militares, pero en el primer caso la era autoritaria tuvo una importante influencia de la jerarquía religiosa predominante, mientras que en el segundo los militares que controlaron el poder fueron ferozmente laicos y mantuvieron a raya cualquier influencia política de los clérigos del culto mayoritario.
En los dos casos hubo procesos de transición a la democracia en el último cuarto del siglo pasado, pero mientras que en España se consolidó plenamente un orden político y social de derechos y un régimen pluralista, al tiempo que se integró a la Unión Europea, Turquía ha vivido durante los últimos años un proceso de personalización del poder en un caudillo populista, que desmanteló el incipiente parlamentarismo pluralista para instaurar un presidencialismo de corte personal y le dio la espalda al proceso de integración con Europa, azuzado por el recelo de las potencias de la UE a la membresía de un país mayoritariamente musulmán.
En cuanto al papel de la religión en el orden social, España dejó atrás al régimen nacional–católico y hoy es una sociedad secular, donde la iglesia mayoritaria, la católica, tiene relativamente poca influencia. Su estado es aconfesional y se han garantizado derechos, como el aborto o el matrimonio igualitario. Turquía, en cambio, ha vivido un renacimiento del islamismo político desde la accidentada transición democrática, pues buena parte de la resistencia contra el antiguo régimen se tradujo en rechazo al laicismo radical que prohibía cualquier símbolo religioso en la esfera pública. La novela Blanco, del premio Nobel de literatura Oran Pamuk narra de manera brillante cómo las jóvenes estudiantes comenzaron a usar el pañuelo islámico como símbolo de rebeldía.
El caudillo populista turco, Recep Tayyip Erdogan, ha construido su carrera política exaltando los valores islámicos y ha desmantelado mucho de la institucionalidad laica del Estado creado por Mustafá Kemal Atatürk sobre los escombros del imperio otomano. El principio se presentó como un moderado y fue visto con simpatía por los líderes europeos, que lo consideraron una suerte de islamista democrático, una versión musulmana de la democracia cristiana occidental y apostaron por él como antídoto frente al integrismo radical que pulula en el Islam, pero pronto Erdogan se quitó la máscara y apostó por la demagogia religiosa para avanzar en su proyecto iliberal de autoritarismo plebiscitario.
El 28 de mayo, en la segunda vuelta de unas elecciones sin condiciones de competencia justas, con una judicatura sometida y una burocracia capturada, después de procesos depuradores llevados a cabo con el pretexto de amenazas golpistas, Erdogan consiguió ser reelecto, aunque la oposición logró una amplia alianza de izquierda a derecha democráticas, encabezada por un veterano socialdemócrata. La gran coalición no fue suficiente para derrotar al caudillo que ha ahogado a la pluralidad y que gobernará con pocos contrapesos, aunque su fuerza parlamentaria ha mermado. La democracia no ha fenecido en Turquía, pero vive horas muy bajas, pues el caudillo populista usa el voto como mecanismo de ratificación plebiscitaria para su concentración del poder.
En España, en cambio, las elecciones suelen ser la vía para el relevo de los políticos agotados o fracasados. Desde que Felipe Gonzáles dejó la presidencia del gobierno en 1996, nadie ha resistido más de dos legislaturas a la cabeza del país. La crisis económica de 2008–2014 provocó el surgimiento de nuevas expresiones políticas, a izquierda y derecha, para encauzar el descontento social y sirvió de catalizador a la irrupción del independentismo catalán, protagonista de la segunda mitad de la década pasada. Sin embargo, no se han dado fenómenos de personalización de la política y los líderes partidistas suelen vivir procesos de consumo político vertiginoso. El Partido Popular, por ejemplo, ha tenido tres presidentes en los últimos cinco años y su actual líder, Alberto Núñez Feijóo, ha tendido que lidiar con el reto de la figura ascendente de su partido, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, quien ha crecido electoralmente con un lenguaje rijoso y desplantes radicales, a pesar de una gestión lamentable de la pandemia y el desmantelamiento de la sanidad pública en la comunidad autónoma de la capital.
Las elecciones del 28 de mayo en España fueron una derrota para el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, pues el Partido Socialista Obrero Español que encabeza quedó en segundo lugar, casi 700 mil votos atrás del Partido Popular que le arrebató seis de los diez gobiernos autonómicos que tenían los socialistas y muchas de las ciudades más importantes del país. También fue muy exitoso el partido de la ultraderecha, Vox, que ha crecido exponencialmente en el último lustro, en un país que no tenía expresiones políticas de derecha radical relevantes desde el final de la dictadura. Desaparece del mapa una de las fuerzas emergentes de los tiempos de la crisis, Ciudadanos, desdibujado en un intento fallido por sustituir al PP como partido conservador, en lugar de consolidarse como opción de centro liberal.
Pero la mayor derrota de estas elecciones se la llevó Podemos, el partido de izquierda alternativa, portavoz del discurso woke y socio menor de la coalición de gobierno. Fraccionados y atrapados en causas que concitan el rechazo de la mayoría de los electores, Podemos se ha consumido y ha lastrado la buena gestión social del gobierno de Pedro Sánchez, quien ha disuelto las Cortes, el parlamento español, y ha puesto en marcha el recurso de los regímenes parlamentarios de adelantar las elecciones, para evitar la agonía de su gobierno e intentar reactivar al electorado progresista frente a la amenaza de la extrema derecha.
Todo este rollo para contar que las elecciones son claves en las democracias cuando las reglas del juego garantizan la dispersión del poder, pero en manos de caudillos populistas pueden convertirse en instrumentos de instauración de autocracia pretendidamente mayoritarias, supuestas democracias iliberales. El voto es imprescindible para que exista democracia, pero sin contrapesos y límites legales claros puede ser subterfugio de tiranos