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El debate público

En busca de tutela

José Woldenberg

Reforma

25/02/2016

«-Y a pesar de todo, usted cree todas esas tonterías. Dios, la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción…

-Quiero creer. Y quiero que otros crean.

-¿Por qué?

-Porque quiero que sean felices.

-Entonces déjelos beber un poco de vodka. Es mejor que las invenciones.

-El efecto del vodka pasa. Se me está pasando ahora mismo.

-También la fe.»

El diálogo anterior aparece en una regocijante novela de Graham Greene, Monseñor Quijote (Prólogo de Antonio Ortuño. Océano). Greene era un escritor católico en una época más bien descreída, pero tenía ese toque de ironía que convierte a las «cosas trascendentes» en asuntos terrenales. Delineó un nuevo Quijote, un cura católico, y un nuevo Sancho, un ex alcalde comunista, que paseaban por diferentes parajes de España en un coche destartalado, por supuesto nombrado Rocinante. Los dos portaban sus convicciones, los dos eran conscientes de sus diferencias, los dos estaban dispuestos al diálogo y al debate y fueron tejiendo una cariñosa amistad gracias a que ninguno era dogmático y podía entender las razones del otro. No tienen ni buscan (aunque en los momentos de debilidad añoran) una autoridad por encima de ellos para resolver sus desencuentros. Saben que sus intercambios verbales, en ocasiones filosos, los pueden acercar o distanciar, pero que la «verdad» no vendrá de fuera. Saben que sus respectivos idearios les quedan chicos (o grandes), que no son de su medida, pero que solo ellos son los que deben buscar sus respuestas, porque no existe autoridad externa que les pueda resolver de una vez y para siempre la vida y sus incógnitas.

Lo anterior, creo, viene al caso por la forma en que en el espacio público de nuestro país se convirtió al Papa, aunque sea por unos días, en una especie de árbitro que nadie nombró y que quizá nadie quiso, pero que emergió de una mecánica que se alimentó de las ansias por convertirlo si no en aliado, por lo menos en un eslabón de apuestas particulares. Trataré de explicarme. El gobierno deseaba un cierto comportamiento, determinadas tomas de posición del Papa y también algunos silencios (imagino: llamados a la armonía, a ver por el prójimo, a la reconciliación) y las oposiciones querían que asumiera algunos temas de su agenda, que sacara al sol los trapitos sucios del gobierno. Los católicos progresistas pensaban que podía llevar agua a su molino y los tradicionalistas también. Organizaciones de la sociedad civil y comentaristas de todo tipo multiplicaron sus agendas y las pusieron sobre la mesa y por supuesto, si el Papa no las cumplía, anunciaron, se sentirían defraudados. La lista fue larga, complicada, pero sobre todo contradictoria. Enunciemos sin ninguna jerarquía: hubo casos que concernían a la Iglesia directamente (pederastia o la misión evangelizadora), pero la mayoría estaban y están en el terreno de la política, en nuestro terreno (los estudiantes desaparecidos -asesinados- de Ayotzinapa, la estabilidad y la paz, el Estado laico y sus derivaciones). Y no sigo por no abrumarlos. Todos los temas, en principio, resultaban relevantes, pero por supuesto no eran compatibles unos con otros y el Papa optó por plantear su agenda… y paralelamente cada cual se esforzó o por hacer creer que sus planteamientos estaban en sintonía con los de Francisco o por denunciar que se sentía desilusionado luego de que el Pontífice no había dicho lo que esperaba de él. Total: un masivo malentendido.

Si los diferentes actores no hubiesen querido «instrumentalizar» la presencia del jefe de la Iglesia Católica, si no anduviéramos buscando fortalecer posiciones de forma espuria, si no quisiéramos una falsa tutela, si asumiéramos que somos, para bien y para mal, una sociedad de mayores de edad y profundamente secularizada, a lo mejor hubiésemos podido decir: «que diga misa». Esa expresión de ayer que tiene claramente dos connotaciones: a) que se circunscriba a lo que le es propio y b) que más allá de los dichos del Papa, los difíciles y graves asuntos que están en la llamada agenda del país nos incumben a nosotros y que es nuestra responsabilidad (o no) resolverlos. Pero no. Los actores políticos y sociales buscaron su complicidad, lo convirtieron en juez de nuestros asuntos (sin serlo y creo que sin él desearlo), y al final unos fingieron sentirse satisfechos, porque les conviene acomodar lo dicho por el Papa a sus propias apuestas políticas; y otros actúan como si estuvieran defraudados y suman reclamos porque sus expectativas no se cumplieron.