Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
15/09/2016
Salieron a defender a la familia, en singular, única, rígida, incontrovertible: un hombre, una mujer, hijos y, cuando mucho, alguna mascota arrumbada, supongo que junto a algún abuelo o abuela incómodo pero inevitable, por aquello de la caridad cristiana. La familia de los valores, de las buenas costumbres, de la decencia, a salvo de perversiones y de costumbres nefandas, sin monsergas de educación sexual, ni rollos sobre la diversidad o la igualdad de género. De cerrado y sacristía, de catequesis y misa dominical: modelo a seguir sin excepciones degeneradas.
Marcharon de blanco para mostrarse impolutos, homogéneos en su pureza, siempre fieles, devotos de la moral única, garantía de estabilidad, de convivencia basada en valores incontrovertibles, intemporales, blindados frente a las conspiraciones de los organismos internacionales que quieren acabar con nuestra sociedad, penetrarla con ideologías orientadas a frenar su reproducción.
Cruzados contra la degeneración, su causa es evitar que cualquier expresión de diversidad familiar, cualquier forma de amar diferente a la santificada por los curas que los azuzaron, fuera reconocida por el Estado. Los derechos de los otros, la otredad misma sentida como amenaza a su forma de vida concebida no solo como la elegida por ellos, sino como la que debe ser impuesta a todos por ser la correcta. Un padre y una madre, unos hijos vestidos ellos de azul, ellas de rosa, con una clara determinación del papel que les corresponderá al crecer: las mujeres, madres y señoras de su casa, los varones, proveedores con vida pública. Todos, alrededor de la única comunidad moral aceptable: la cristiana, de preferencia católica sin fisuras.
En el mundo ideal de las buenas conciencias, es preferible elegir a un politicastro semi analfabeto como Gobernador, eso sí, rodeado de una familia como debe de ser, a optar por una mujer capaz e ilustrada, con credenciales probadas como administradora, pero soltera, sin hijos, sin familia convencional y, quién sabe, de sexualidad “dudosa”, como ocurrió en Aguascalientes, cuna de la protesta contra la iniciativa de reforma constitucional presentada por el Presidente de la República para garantizar los derechos civiles a las personas con orientaciones sexuales diversas a la única que puede aceptada desde la estrecha visión de su intolerancia.
Marcharon, además, movidos por el miedo alimentado con mentiras de los organizadores, que difundieron mensajes como si las reformas propuestas –y congeladas por el propio partido del presidente, el cual lo ha abandonado en sus propuestas de cambio más avanzadas, plegado a los designios de la iglesia católica– pudieren imponer conductas o formas de vida a alguien, en lugar de promover derechos plenos a quienes tradicionalmente se les han negado.
Frente a esa movilización del miedo y la intolerancia, yo tengo el derecho a defender a mis familias –pues en realidad pertenezco a varias, no a una sola y convencional– de la rabia desatada por el clero y sus corifeos. Nací y crecí en una familia que, si bien estaba formada por un padre, una madre, un hijo y dos hijas y también un perro, no encajaba en el molde en el que los guardianes del pensamiento único quisieran encuadrar a todos, pues no éramos católicos. Mi familia era la tercera generación de ateos e incluso mi abuelo, como gobernador de Campeche, había tenido su propio acto de intolerancia cuando cerró las iglesias al culto en 1934.
Sin embargo, mi abuelo fue la primera persona que me enseño a comprender que la homosexualidad no era una “desviación”, como se proclamaba entonces y siguen pensando los promotores de la marcha reciente, y que las personas homosexuales no debían ser tratadas con escarnio, como sí ocurría en el opresivo colegio privado, a pesar de ser laico, al que asistí. Mi abuelo, jacobino y socialista, que fuera de la política jamás se metió con las creencias de los demás, defendió siempre de la burla hipócrita a los parientes homosexuales.
Cerca de mi familia, parienta político de un hermano de mi padre, estaba una prominente política y abogada de la época, la primera mujer en ser magistrada de un tribunal superior de justicia, una de las dos primeras senadoras de la República, que vivía con su pareja mujer, y nosotros siempre le dijimos a ambas tías, con total respeto a su forma de vida y con admiración y reconocimiento por su calidad intelectual y profesional. Crecí, así, en una familia sin dios, pero abierta a todas las formas de vivir la sexualidad y el amor.
Hoy vivo en una familia que no entra de ninguna manera en el molde que nos quieren imponer los marchantes. Yo, soltero y sin hijos propios, mantengo una relación con una mujer que creció a su hijo y a su hija sola, con el padre cercano, pero sin presencia cotidiana. Somos familia, aunque no vivamos todos los días juntos en la misma casa. Y convivimos con afecto tanto con la madre, investigadora universitaria viuda de su segundo marido y que vive sola, como con el padre, abuelo amoroso que comparte su vida con otro hombre desde hace dos décadas. Ambos son una extraordinaria influencia para los nietos, por su extraordinaria cultura, gusto musical y visión estética y, sobre todo, porque son un ejemplo de convivencia amorosa, sin prejuicios. Los hijos de mi pareja son mejores personas gracias a esa convivencia, pues han crecido viendo que no hay mayor estupidez que la homofobia.
Los marchantes se podrán hacer cruces, pero México es hoy un país con múltiples formas de convivencia y de familias, aunque le aterre a la iglesia que se pretende única y quiere usar sus viejas herramientas de imposición de sus dogmas a través del poder del Estado. Taimados como son, los curas y sus organizaciones supieron desde hace décadas que la mejor manera de socavar la laicidad del Estado mexicano era penetrando al PRI, partido pragmático, poco dado a la defensa de principios ideológicos desde su nacimiento en 1946, cundo renunció a las grandes definiciones, y abierto a todo aquel que se mostrara dispuesto a la complicidad depredadora y la disciplina lacayuna al presidente en turno. Hoy el PRI es un partido sumiso a los designios clericales, tanto como el PAN, pero más hipócrita.
A diferencia de los marchantes, a los que nadie amenaza en sus formas de vida o en sus creencias, yo sí siento que con su intento de imposición ponen en riesgo a mis familias. Ninguna de las reformas propuestas les impediría vivir como viven, amar como aman, pensar como piensan.
En cambio, si ellos triunfaren, el derecho al reconocimiento estatal a su relación, con los beneficios sociales y económicos que ello representa, si sería recortado a personas a las que quiero, respeto y considero. Los marchantes son intolerantes y sus convocantes mentirosos. Los que atentan contra mis familias son ellos y yo tengo el derecho a defenderlas y a exigirle al Estado que cumpla con la Constitución laica y con la ley e imponga sanciones a los curas vociferantes que claman por su cruzada. O, ¿qué tal si mejor todos aceptamos que la moral no debe ser impuesta a través de la fuerza del Estado?