Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
18/05/2015
Anular el voto es, antes que nada, una reivindicación de las elecciones como vía y garantía de la democracia. Quien anula el sufragio padece y enfrenta un incómodo dilema: está tan convencido de que hay que defender a las elecciones que por eso acude a las urnas. Pero al mismo tiempo está persuadido de que ninguno de los partidos le gusta. Terrible contradicción: hemos construido un sistema electoral profundamente complejo y costoso y sus principales beneficiarios son partidos marrulleros, aprovechados y/o desnaturalizados. En esas condiciones, anular el voto es un ejercicio de responsabilidad cívica. Con ese gesto rechazamos a los partidos pero defendemos a las elecciones.
No todos piensan así, desde luego, y en el elenco de posturas ante las elecciones se encuentra una de las riquezas de la democracia. Los más insistentes adversarios del voto nulo son simpatizantes de algún partido. Les parece que entre quienes se proponen anular hay votantes que podrían ser reclutados. De allí su obstinación para advertirnos que invalidar la boleta termina beneficiando a los partidos con más votos.
Ese argumento es falso. Los partidos con clientelas electorales más numerosas de cualquier manera tendrán votaciones altas que les favorecerán en la distribución de diputaciones plurinominales, así como de las prerrogativas que se otorgan a partir de los votos. Aquellos que dicen que la anulación les conviene a los partidos grandes (sobre todo piensan en el PRI) suponen que, si no anularan, los ciudadanos que se plantean esa opción votarían por alguno de los partidos de la oposición.
Por eso son tramposillas, o demasiado voluntaristas, las cuentas de quienes impugnan la anulación diciendo que así se respalda al PRI o al PAN. El voto de quienes anulan no se le resta a ninguno de los partidos porque no estaba comprometido con alguno de ellos. Luego, entonces, no era un voto anti-priista, ni anti-panista, ni contra ningún otro.
Específicamente, muchos de quienes se han manifestado contra la anulación pretenden que en vez de ejercer ese recurso los ciudadanos expresen su descontento votando por alguno de los partidos considerados como de izquierda. Ese cálculo es demasiado condescendiente. Cada ciudadano tiene sus propias motivaciones y son definitivamente respetables las decisiones de aquellos que votarán en libertad por uno u otro partido. En lo personal, me dan envidia las certezas de quienes encuentran motivos para votar. Algunos anularemos porque no compartimos ese optimismo, o esa resignación.
Los motivos para no votar por el PRI son parte de nuestra historia y desembocan en abusos, como la Casa Blanca de la familia presidencial, muestra de la insensibilidad política que el grupo gobernante ha manifestado en los meses recientes. Para no respaldar al PAN no hace falta más que recordar los muchos errores y la nula autocrítica de los gobiernos de Fox y Calderón, así como las simulaciones de algunos de sus miembros más conspicuos.
Las causas para no respaldar al Partido Verde se han convertido en noticia de primera plana y son ratificadas por el desvergonzado respaldo que le dan Televisa y Televisión Azteca. Nueva Alianza sigue siendo el brazo político de la descompuesta dirigencia magisterial. Movimiento Ciudadano es un frente de viejos priistas. El Partido del Trabajo reivindica a gobiernos autoritarios como los de Venezuela y Norcorea.
Encuentro Social y el Humanista son partidos de ideología deslavada y no representan más que a sus ambiciosos dirigentes. Morena está al servicio de un caudillo mentiroso y pícaro; pocos personajes hay tan antidemocráticos como López Obrador.
El PRD se ha empeñado en no ser el partido de izquierda moderna que en algún momento pareció constituir: su lastimosa retractación de las importantes reformas que contribuyó a crear hace dos años da cuenta de su inconsistencia ideológica; el cobijo que algunos de sus dirigentes dieron a los corresponsables del crimen en Iguala, ha sido la peor expresión de sus conveniencias o componendas políticas.
La política nunca es impecable, por supuesto. Sería ingenuo pretender que los partidos se apartaran completamente de costumbres e inercias que han definido a la vida pública del país durante demasiado tiempo. Pero en ninguno de ellos se aprecia un genuino esfuerzo de renovación. Se parapetan en las apariencias como aquel Príncipe en la novela de Lampedusa, para que todo siga igual.
Algunos aconsejan votar por el menos malo. En la vida, recuerdan, casi nunca hay opciones perfectas y por eso debemos preferir al menos peor. Esa apuesta por el realismo tiene algo de franqueza pero también de conformismo. El mal menor se elige cuando estamos ante la ineludible necesidad de tomar una decisión entre opciones que rechazamos y cuando son peores las consecuencias de no escoger una de ellas.
En esta elección no estamos ante dilemas de esa índole. Delante de la boleta electoral, tenemos la libertad de elegir a cualquiera de los partidos o a ninguno. Esa es la libertad que se ejerce con la anulación del voto.
También se equivocan quienes proponen la anulación del voto porque consideran que todos los partidos son iguales. Evidentemente no lo son. Algunos son más abusivos que otros. En varios de ellos hay ciudadanos bienintencionados. La política, como el resto de la vida, es complicada y no se resuelve en compartimientos maniqueos. Pero aunque tienen historias, circunstancias y quizá expectativas propias y por eso no son iguales, ninguno de los partidos actuales despliega una política diversa a la que nos disgusta a algunos ciudadanos. Claro que son distintos entre ellos. Pero ante rutinas y vicios de la política mexicana, ninguno hace ni garantiza una diferencia.
No tiene sentido anular el voto para dejarles un mensaje de reproche a los partidos. Si anulamos no es para movilizar la conciencia en los partidos sino debido a la ausencia de ella.
Anular el voto es una decisión dolorosa. Nadie invalida la boleta con alegría. Se trata de una acción que es resultado de la contrariedad y el desaliento. Pero quizá podría contribuir a enfatizar la necesidad de una política diferente.
Mi voto no está secuestrado. Mi albedrío ciudadano me permite otorgar o regatear el sufragio. Anular es una decisión anticlimática y pesimista, pero sincera y libre.
El mal menor no es elegir al partido que nos disguste menos, sino la decisión de no favorecer con nuestro sufragio a ninguno de ellos. El voto es mío, no de los partidos. No de esos partidos. Se trata de un dilema ético pero también estético.