Rolando Cordera Campos
La Jornada
07/08/2016
Como avalancha, las proyecciones que sobre la marcha de la economía hacen diversos organismos públicos y privados al unísono cuentan con un veredicto casi unánime: las expectativas sobre el desempeño económico nacional no van a la baja; se mueven a ras del suelo, rumbo al subsuelo, por debajo de sus trayectorias históricas, añejas y recientes.
El INEGI, con sus índices adelantados, confirma el declive del dinamismo económico general para lo que resta del año y el siguiente, y registra el descenso en el ritmo de formación de capital público y privado, lo que significa darle también un tijeretazo al futuro. Los especialistas y consultores del sector privado consultados periódicamente por el Banco de México confirman la disminución del crecimiento esperado y la propia Junta de Gobierno de Banxico conviene en dicho diagnóstico: no creceremos como el gobierno esperaba que lo hiciéramos al despuntar el año y es probable que tal reducción se extienda por lo menos hasta 2018.
Las promesas de las reformas estructurales tendrán que esperar y la sociedad volver a ajustarse el cinturón, no sólo como resultado de los recortes presupuestales anunciados o hechos, pero no consultados ni menos explicados, sino debido a la falta de ocupación dominada, cuando la hay, por el empleo precario, inseguro y mal pagado. Los recortes al gasto no son inocuos, menos aún si se considera el panorama económico y social en su conjunto: no es lo mismo recortarle al presupuesto de salud y educación o al de los pequeños productores rurales en un momento de auge o expansión, que darle una tarascada a esos gastos cuando el empleo escasea y el ingreso corriente más. La gente se queda sin salvavidas cuando más lo necesita, sobre todo si no sabe nadar a distancia.
La forma de crecimiento que se implantó en México a partir de las grandes crisis financieras de los años ochenta del siglo XX contenía y contiene unas relaciones estructurales que condicionan ese desempeño. La manera específica cómo se vinculó la economía al exterior y en especial a la dinámica industrial estadunidense, subyace a las desconexiones que han determinado la interiorización insuficiente de los logros de la industria moderna exportadora en el resto de la estructura productiva. De ahí el “trialismo”, como lo llamara Enrique Hernández Laos, que hoy define la heterogeneidad estructural cuyo reproducción define la composición del producto y las malformaciones de la estructura social.
Pero más allá de estos males del “modelo”, lo cierto es que por acción u omisión los gobiernos de estas tres décadas dolorosas han puesto mucho de su parte para hacer del “estancamiento estabilizador” una forma de ser, un estilo de crecimiento que niega y anega, ahoga y cercena, la gestación de capacidades nuevas o renovadas indispensables para el desarrollo. El culto mal entendido y peor oficiado a una estabilidad nebulosa, ha impuesto, en palabras del Dr. Gerardo Esquivel, una economía excluyente que cuando crece incorpora a los trabajadores a las capas peor remuneradas y que, cuando no crece, excluye a los más vulnerables y peor pagados, para dar lugar a una excesiva concentración de los ingresos que auspicia la concentración de la riqueza y conspira contra un crecimiento rápido, sustentado en un mercado interno más robusto.
Con anticipación, este panorama oscurecido fue advertido por el profesor Jaime Ros, en un brillante artículo que abre el primer número de la Revista de Economía Mexicana, Anuario UNAM, que él dirige y es editado por la Facultad de Economía de la UNAM . Ahí, Ros es contundente: “(…) Con la crisis y recesión de 2008-2009 la economía se apartó de la tendencia de largo plazo del periodo 1990-2007 y para 2015 no había vuelto aún (…) a su tendencia de largo plazo previa (…) la tasa de crecimiento (…) ha caído desde 2013 por debajo de la tasa de crecimiento tendencial previa a la crisis, con lo cual el PIB no tiende a converger hacia la tendencia histórica sino a apartarse de ella de manera creciente”.
Rumbo a un estancamiento insoportable, agregaríamos. Y sin embargo, se mueve: “(…) los componentes necesarios para recuperar un crecimiento más dinámico a mediano y largo plazo están disponibles. Ello requiere el cumplimiento de dos condiciones. Primero, la recuperación de las políticas macroeconómicas, que han visto sus tareas relegadas a la de preservar una inflación baja, como instrumentos de una política de crecimiento a través especialmente de la inversión pública en infraestructuras y una política de tipo de cambio real y competitivo.
“Segundo, la orientación de la política económica hacia el combate simultáneo del estancamiento y la desigualdad por medio de la prioridad a las inversiones en infraestructura en las regiones más rezagadas del país, la realización de una reforma fiscal redistributiva que relaje las actuales restricciones fiscales y promueva el bienestar del los estratos más pobres de la población y una política de recuperación de los salarios reales, empezando con el salario mínimo”.
De que se sabe se sabe y de que se puede se puede. Todo es cuestión de darle una suave vuelta a la tuerca de nuestras convicciones y creencias dominantes. Aceptar que la economía es política porque si no es pura superchería, fantasía o pesadilla; y que la política económica debe entenderse como política social, destinada a proteger a los más vulnerables y a apoyar regiones atrasadas y marginadas. De otra suerte, la política económica deviene superchería. Mito auto destructivo, auto engaño. Obtusa cerrazón.