Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
23/03/2020
Mientras el mundo se encierra en sus casas, en México el gobierno posterga medidas fundamentales. La decisión ha sido no decidir. En la sociedad hay miedo, y además, confusión. La falta de claridad en el mensaje del gobierno federal y la ausencia de decisiones suficientes son resultado de una apreciación que, si resulta equivocada, tendrá consecuencias catastróficas.
El gobierno ha querido retrasar el reconocimiento de la emergencia para que la economía no se paralice. Decenas de millones de personas se quedarán sin ingresos cuando caigan las ventas y el consumo. Muchas de ellas viven de la economía informal; otras muchas, ofrecen servicios que colapsarán cuando la gente deje de salir a las calles.
El problema es que, por preservar el funcionamiento de la economía, se ha corrido el gravísimo riesgo de perjudicar la salud de decenas de millones.
La apuesta del gobierno funcionará si al cabo de varias semanas la tasa de infectados por el coronavirus, y las consiguientes defunciones, no crecen como sucede ya en otros países. Si así ocurriera, habría que reconocer que postergar o atenuar las medidas de emergencia fue una decisión arriesgada pero adecuada. Por desgracia la experiencia internacional contradice esa posibilidad.
La epidemia se propaga de manera, precisamente, viral. Un individuo infecta a otros y ésos a varios más. Ese comportamiento hace pertinente la suspensión rigurosa de actividades. Las escuelas han cerrado sus puertas pero las oficinas públicas no. El Consejo de Salubridad General se reunió al fin, con varios meses de atraso, pero sus decisiones han sido intencionalmente tímidas.
A falta de orientación clara hay estados y municipios que toman sus propias decisiones. Jalisco se recluye por cinco días, en un ejercicio de responsabilidad y disciplina, aunque no es claro si un plazo tan breve será suficiente para detener la expansión del virus. El gobierno federal promueve una “sana distancia” muy pertinente pero, como tanto se ha deplorado y caricaturizado, el presidente no la toma en serio.
En Alemania la Canciller Angela Merkel anticipa que su país está delante del mayor desafío después de la Segunda Guerra. En Francia el presidente Emmanuel Macron explica: “Estamos en guerra, una guerra sanitaria pero el enemigo está ahí. Invisible, escurridizo”. En Canadá el presidente Justin Trudeau reconoció, después de anunciar restricciones y confinamientos: “hay circunstancias excepcionales que requieren medidas excepcionales”. En Colombia, el presidente Iván Duque advirtió que el coronavirus significa “uno de los mayores desafíos de nuestra historia y tenemos que hacerle frente juntos”. Ayer domingo el presidente Pedro Sánchez, en España, se dirigió con toda claridad a sus conciudadanos: “Lo peor está por llegar y pondrá al límite nuestras capacidades. Queda la ola más dura, que pondrá contra las cuerdas a nuestro sistema”.
El presidente Andrés Manuel López Obrador en Oaxaca, ayer domingo, se refirió vagamente a una próxima crisis económica. Días antes, como todos sabemos, mostró un par de estampitas religiosas y un billete de dos dólares.
El gobierno mexicano ha querido desconocer la extrema gravedad de la crisis sanitaria que tiene en vilo al mundo. Al presidente, la epidemia le molesta como si fuera resultado de una maquinación contra su gobierno. Al desdeñar esta emergencia, ofrece una irresponsable y dañina pedagogía a la sociedad. Como el principal responsable de predicar con el ejemplo desprecia las medidas de distancia social e ironiza sobre la pandemia, muchos mexicanos no aceptan las advertencias sanitarias. Los segmentos más cerriles en Morena (que no son pocos) hacen del desdén a la epidemia una causa política.
La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) ha comparado el cumplimiento en nuestra región de 15 medidas ante el coronavirus. Se trata de cierres de fronteras, declaración de emergencia sanitaria, suspensión de actividades escolares y laborales, regulación del mercado de productos para higiene, exenciones fiscales, restricción o clausura de sitios públicos, entre otras. De esas 15 medidas, hasta el 19 de marzo Argentina y Perú habían adoptado 11; Paraguay, 10; Chile y Panamá, 9; Honduras, 8; Bolivia, El Salvador y Venezuela, 7; Costa Rica, 6; Ecuador, Puerto Rico, Uruguay y Dominicana, 5. México sólo había tomado una de esas 15 medidas: la suspensión de clases en las escuelas.
La decisión de postergar o de plano evitar medidas difíciles para no lesionar la economía de los mexicanos más indefensos pareciera adecuada pero, en realidad, se sustenta en una enorme irresponsabilidad. Si, como sugieren variadas proyecciones estadísticas, dentro de varias semanas va a haber tantas personas contagiadas que la demanda de atención rebasará la capacidad de los hospitales mexicanos, quienes más padecerán son las familias cuyo ingreso depende de la economía informal y que no tienen ninguna forma de atención médica.
La enorme crisis del sector salud, que no viene del año pasado pero que ha empeorado en la actual administración, acentúa el desamparo nacional ante la pandemia. En Estados Unidos el gasto público en salud asciende al 14.3% del PIB; en Alemania es de 9.5%; en Italia, 6.5%, España, 6.2%, Colombia, 5.3%, Chile, 5.2% y en Brasil, 4%, de acuerdo con la OCDE. En México los recursos públicos para la atención de la salud eran del 2.8% cuando se registraron los anteriores datos y se han reducido al 2.4%. Peor aún, la decisión del gobierno para no gastar, ya sea para hacer ahorros o por pura impericia, provocó que no se ejerciera la mayor parte de los recursos presupuestados para infraestructura hospitalaria. De más de 17 mil millones de pesos previstos para esos gastos, sólo se utilizaron 6 mil 54 (datos de Edna Jaime, de México Evalúa).
La falta de medicamentos en hospitales públicos expresa el indolente subejercicio en esos rubros del presupuesto federal. La carencia de reactivos para diagnosticar el COVID-19 es la consecuencia más reciente de ese obtuso manejo del gasto público.
El Sector Salud dispone de pocos reactivos y durante varias semanas no autorizó pruebas en laboratorios privados. El gobierno sostiene que no necesita una cantidad amplia de pruebas para determinar la expansión del coronavirus pero, contradictoriamente, la información que ofrece todos los días se origina precisamente en resultados de tales verificaciones.
Por cada millón de habitantes, en Corea del Sur se han realizado 6, 148 pruebas de coronavirus; en Australia, 4,473; Canadá, 3,390; Alemania, 2033; Reino Unido, 960; Francia, 660; España, 646; Estados Unidos, 314. En América Latina, hay 339 pruebas por cada millón de personas en Panamá, 81.7 en Colombia, 13.7 en Brasil. En México, con información del 10 de marzo, había 2.1 pruebas por cada millón de habitantes. (Cifras recopiladas por Our World in Data).
Para tener una cantidad de pruebas de coronavirus equivalente a las que se han realizado en Corea, México necesitaría hacer 805 mil. Para que la cantidad de pruebas en nuestro país se asemeje a la de España se requieren 85 mil. Si quisiéramos tener un nivel de pruebas como los de Canadá y Estados Unidos (en donde es muy cuestionada la indolencia del gobierno del presidente Trump para impulsar las pruebas) requeriríamos 444 mil y 41 mil, respectivamente. Alcanzar el rango de pruebas de Colombia haría necesario que en México se hicieran 107 mil; o el de Brasil, 18 mil.
El subsecretario López-Gatell dijo el 13 de marzo que en México había reactivos para hacer 9 mil 100 pruebas y que “nuevos insumos llegarán oportunamente” pero no indicó cuándo, ni de dónde. Cinco días después informó que quedaban 6 mil 800 pruebas. Así que si hoy se emplearan todos los reactivos disponibles habríamos alcanzado apenas la mitad de las que ya hizo Brasil, el país más rezagado (sin contar al nuestro) en la relación anterior.
Aun sin declaración de emergencia, la asistencia a restaurantes ha caído mucho; las cancelaciones en hoteles son alarmantes y con menos gente el comercio en las calles entra en forzada recesión. Sin contar la economía informal, hay 26 millones y medio de personas empleadas en restaurantes, hoteles, tiendas, salones de belleza, centros nocturnos y en la industria de espectáculos, y otros rubros del sector servicios.
El silencio del gobierno, o la decisión de no decidir, no bastan para proteger a los mexicanos más pobres, o a quienes dejarían de recibir ingresos en caso de una caída muy fuerte de ventas y servicios. La única manera de apoyar a esos mexicanos y a sus familias es disponer de una enorme cantidad de recursos extraordinarios para apuntalar sus negocios y, por otra parte, para resarcir aunque sea de manera parcial los ingresos que dejarán de recibir. Es hora de pensar en un ingreso mínimo universal. Se requiere una inversión inmediata para que las instituciones de salud pública sean capaces de enfrentar la epidemia. Muchos proyectos tendrán que suspenderse, por muy política o ideológicamente convenientes que le resulten al gobierno.
México necesita, hoy mismo, un plan de emergencia económica. Otros países han aprobado paquetes de apoyo a empresas y trabajadores de dimensiones apenas a la altura de la terrible crisis que está por estallar. Estados Unidos destinará al menos 850 mil millones de dólares a esos apoyos; Francia, 383 mil mdd; España, 220 mil mdd; Canadá, 56 mil 700. Se trata, de acuerdo con el grupo “México, ¿cómo vamos?”, de entre el 3% y el 15% del PIB de esos países.
En México no tenemos un plan de emergencia. La única manera de reunir los recursos que se necesitarán es volcar la economía y la sociedad para enfrentar esta crisis. El país necesita decisiones. Ya.