Jorge Javier Romero
Sin Embargo
26/04/2018
El primer debate entre los candidatos me ha dejado melancólico. Al final, mientras los amigos reunidos en mi casa para verlo comentaban las incidencias del espectáculo, me invadió una sensación vaga de tristeza y desinterés. Qué distinto mi ánimo al de otras campañas cuando, de una u otra manera me sentí involucrado, comprometido, compelido a apoyar alguna candidatura o a denostar a otra. El domingo, en cambio, sentí un profundo desapego frente a lo que decían los cinco contendientes, incredulidad respecto a sus dichos, cierta repulsión frente a sus actuaciones, desazón por la vacuidad de sus propuestas.
Los dos temas eje del debate, la seguridad y la corrupción, están en la médula de la descomposición que ha vivido el país durante los últimos años. Me enfocaré en el primero: la crisis de seguridad es el tema de mayor urgencia que tendrá que afrontar cualquiera que sea el gobierno a partir del 1 de diciembre. La violencia homicida se ha extendido y descompone la convivencia a lo largo del país, con especial concentración en algunas ciudades y regiones que viven en condiciones de auténtica guerra civil, aunque el carácter del conflicto sea de naturaleza distinta y no sea el control del Estado central lo que esta en juego. Pero lo que mostraron los candidatos es una comprensión precaria de lo que ocurre y fórmulas gastadas, nada innovadoras, sobre cómo enfrentarlo.
El candidato que parecía haber hecho mejor la tarea, porque se aprendió el guion preparado, solo atinó a un retruécano retórico como pretendido eje de cambio de estrategia: en lugar de descabezar a los carteles, dijo, de lo que se trata es de desmantelarlos. ¿Qué quiso decir con eso? Al menos habló de la reiterada necesidad de reconstruir las policías civiles, pero fue incapaz de criticar la estrategia de militarización; por el contrario, deslizó su intención de mantenerla sine die, pues no hizo ningún apunte sobre la necesidad de, ahora sí, plantear un horizonte viable de retiro de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública (sí: están haciendo tareas de seguridad pública, en violación de la Constitución, por más que se revuelque la gata en el manto de la “seguridad interior”), en la medida en la que una nueva estrategia basada en la prevención y en el despliegue de policías profesionales vaya dando resultados.
Por supuesto, en el análisis del candidato de “Por México al Frente” estuvo completamente ausente un balance del papel que la propia militarización ha jugado en la exacerbación del conflicto y en el aumento de la violencia homicida. Ya se sabe: a las fuerzas armadas no hay que tocarla ni con el pétalo de una rosa; con ellas, condescendencia. Lo mismo pasó con el resto de los contendientes: ninguno incluyó en su análisis un cuestionamiento serio al núcleo de la fallida política de seguridad de los últimos dos sexenios, basada en la militarización. Casi todo se lo atribuyen a la irrupción inexplicable de las fuerzas del mal y la única vez que en la discusión apareció en todo el debate la política de drogas fue a pregunta de una de las moderadoras a José Antonio Meade y este desdeñó el papel que ha jugado la prohibición en la fortaleza y la capacidad de actuación de las organizaciones criminales, como guinda al conjunto de simplezas y lugares comunes que desgranó en sus intervenciones. Para ninguno de los cinco la prohibición de las drogas parece tener relevancia alguna a la hora de explicar la crisis actual.
Margarita Zavala, desde luego, defendió la estrategia de su marido, sin un ápice de autocrítica y clamó por la presencia del Estado; sí, de este Estado representado por policías corruptas y mal capacitadas y por fuerzas militares desentendidas del respeto a los derechos humanos y no aptas para construir las estrategias de prevención necesarias para construir una paz duradera. Por cierto, ninguno de los candidatos mencionó siquiera a los derechos humanos como parte imprescindible de toda política de seguridad ciudadana. Para cuatro de los cinco, la seguridad implica únicamente despliegue estatal de contención, aunque Anaya incluyera matices.
Ninguno de los cinco mostró una seria comprensión de lo que significa una política de prevención del delito y la violencia. Anaya cree que prevenir es hacer parques. Solo López Obrador apuntó a la desigualdad y la pobreza como fuente de inseguridad, lo que provocó el clamor airado de Zavala, que lo acusó de criminalizar a la pobreza. Pero, aunque incapaz de explicar su dicho, AMLO no carece de razón cuando apunta a la falta de oportunidades y a la marginación como elementos importantes para entender la capacidad de reclutamiento de las organizaciones delictivas. El error del candidato puntero radica en creer que es solo la pobreza la causa de la crisis, pues no extrajo de su alforja de ocurrencias ni la más mínima mención a la reforma estructural de los cuerpos de seguridad del Estado.
Si bien López Obrador puso, en lo que le pude entender, el acento en la necesidad de una política de paz y no mencionó a las fuerzas armadas como parte de la solución, tampoco criticó la militarización y, como los demás, obvió el papel de la prohibición de las drogas en el desastre que vivimos. No explicó tampoco en qué consiste su polémica propuesta de amnistía, blanco de los dardos de sus adversarios.
Tan fácil que sería enfocar la necesidad de amnistiar a los campesinos presos por cultivar mariguana o amapola, orillados a hacerlo precisamente por las condiciones de marginación en la que viven, sin opciones productivas diferentes, sin caminos para sacar al mercado sus cosechas legales, sin acceso a créditos ni a tecnología. Tampoco ha sido el candidato capaz de decir que la amnistía debe beneficiar también a los miles de jóvenes presos por el solo hecho de ser consumidores de psicoactivos, a las mujeres encarceladas por trasportar, muchas veces sin saberlo u obligadas, las drogas para los carteles, a cientos de jóvenes enganchados por las bandas y que incluso podrían jugar un papel de amortiguadores en una estrategia de prevención bien planeada. Tan sencillo que sería decir que la amnistía no incluiría a quienes fueran reos de homicidio o secuestro. Pero eso López Obrador no lo sabe explicar. Pareciera como que alguien le habló de amnistía, a él le gustó la idea y la soltó sin comprender sus alcances y la necesidad de establecer sus límites.
Y es que ese es López Obrador: un candidato que repite frases hechas, lugares comunes y morcillas a veces hilarantes, pero incapaz de hilar argumentos. Algún apologista entusiasmado ha dicho algo como que AMLO piensa mejor de lo que se expresa, pero como yo no he desarrollado la capacidad de leer la mente, lo que oigo de él me hace verlo como un personaje de pensamiento inconexo y desordenado y no deja de sorprenderme el entusiasmo que despierta entre personas que considero, a diferencia de él, sensatas.
Un apunte sobre el impertinente de la fiesta: el señor Jaime Rodríguez, colado como gorrón en el encuentro, salió con un domingo siete repulsivo y medioeval, sin que ninguno de los otros le afeara su dicho. Un auténtico cretino, que usó la ilegalidad y fue apoyado en ello desde el poder y que, como un Duterte de pacotilla, pretende amputar a los delincuentes. Lo escalofriante es la manera en la que su proclama ha encontrado eco en sectores brutalizados de nuestra desesperada comunidad.