Ricardo Becerra
La Crónica
13/08/2017
Haríamos mal, muy mal, en olvidarnos demasiado pronto del socavón que causó una muerte espantosa (asfixia entre toneladas de tierra) a dos personas, y otros 21 fallecimientos de trabajadores durante la construcción de 14 kilómetros de carriles ampliados, cuyo costo más que se duplicó hasta llegar a la friolera cifra de dos mil millones de pesos.
Si lo vemos bien, si vemos el conjunto de circunstancias que rodean al socavón, los hechos son toda una metáfora del “estado de la nación” (como se decía en otros tiempos).
Hay todo un hilo en el complejo administrativo de la construcción de la obra pública en México. Ya saben: las formas de licitación, contratación, seguimiento, incrementos de precios sobre el original de manera recurrente y casi sistemática, plazos que nunca se cumplen, sanciones a las empresas que nunca llegan y entrega formal de la obra. Por supuesto: el cáncer de la corrupción, pero no es eso lo que quiero subrayar aquí.
Otro asunto es la cada vez más amplia prevalencia de empresas extranjeras por sobre las constructoras mexicanas. Más allá, está el castigo y la devolución de los recursos pagados a empresas cuya ingeniería no resistió siquiera el paso de los primeros tres meses ¿el gobierno litigará contra esa colosal ineptitud para rescatar algo y resarcir el daño al erario público? ¿La indemnización a los 23 mexicanos que perdieron la vida en estos fatídicos 14 kilómetros? Y, por supuesto, está la obstinación del secretario de Comunicaciones y Transportes y del Presidente de la República: no hay renuncias, responsabilidades políticas, éticas, rendición de cuentas: sólo “malos ratos” de las víctimas.
Sin embargo, se ha hablado muy poco de otro aspecto acaso tan importante (o más): la calidad y cantidad de la obra pública en nuestro país.
Recuerdo —febrero de 2013— el entusiasmo de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción (CMIC) “Entre los proyectos más importantes para la administración estarán los ferrocarriles para pasajeros, que incluyen el Peninsular, el México-Toluca, México-Querétaro, el metro de Monterrey, así como el aeropuerto de la Ciudad de México”.
¿Lo ven? Como ha repetido el economista Enrique Provencio, México está siendo conocido a nivel mundial más por las obras que NO construye que por las que ha podido edificar.
No hay que ir muy lejos para encontrar la explicación: padece histéresis, sí, esa enfermedad que adquieren los países cuyas economías han permanecido estancadas durante demasiado tiempo y, por lo tanto, han dejado de invertir, de crear infraestructura, innovar y mejorar la vida material de millones de ciudadanos.
Sólo dos datos muestran el fondo de nuestra enfermedad: en 2017 la obra pública sufre su mayor caída en 22 años. Y eso no es todo: según Cuentas Nacionales de INEGI, en los 12 años que van de 2003 a 2015, la inversión pública apenas creció: 0.9 por ciento anual y lo peor: de 2009 a 2015 ¡hubo una caída de 28.1 por ciento! Como sugiere Jaime Ros: estamos en niveles de inversión de los años cuarenta… pero con el triple de población.
La “histéresis”, es decir “el impacto de la experiencia pasada en el rendimiento posterior, es muy poderosa” (Martin Wolf, La Gran Crisis: cambios y consecuencias). Como hemos dejado de hacer tantas cosas durante tanto tiempo (transporte público, metro —Guadalajara no tiene metro—, carreteras, infraestructura hidráulica, eléctrica, innovación urbana, puertos y aeropuertos) todo eso que potencia materialmente la productividad, el país no crece, no adquiere las innovaciones necesarias y sopla sobre la economía una pérdida generalizada de los espíritus animales.
Derechas e izquierdas, neoliberales y populistas, aferrados a la “austeridad” con y sin apellido, han preferido gasto social sobre gasto en infraestructura, y de ese modo, hemos desaprendido a construir y hacerlo bien.
El socavón (o los problemas de la línea 12) tiene ese enorme telón de fondo: no sólo corruptelas o negligencia, sino una política económica completamente errada, empeñada en desprestigiar y enanizar la obra pública, para convertirla en un enredo, en un freno, un fracaso, en una cosa de los mil demonios.