Categorías
El debate público

Escapar del presidencialismo mental (1)

Ricardo Becerra

La Crónica

02/07/2017

 

Una gran novedad pone de cabeza y agita la grilla mexicana en los últimos días: una posible alianza entre PAN, PRD, MC y otros partidos que se abre paso entre dos pulsiones nacionales: ante el gigantesco repudio al PRI y sus irritantes casos de corrupción, la desaprobación general al presidente Peña y, por otra parte, el recelo al todopoderoso capitán de Morena, el señor López Obrador.

La idea del frente ha sido inmediatamente rechazada y muy mal comprendida, porque se opone al numen tutelar y al sentido común más difundido de nuestra cultura política: el que manda es, debe ser, puede ser, solo uno: el Señor Presidente de la República. O en su caso, el señor Gobernador. Punto.

En efecto: nuestro presidencialismo no es sólo ni principalmente un estadio histórico, político o constitucional; por sobre todas las cosas, es un estado mental de los mexicanos, que nos hace propensos a estudiar, encuadrar, seguir obsesivamente al poder ejecutivo a costa de ignorar o desdeñar otros fenómenos, acaso más importantes y de mayores consecuencias para la sociedad y la política. Y por desgracia, nuestra ciencia política y quienes se dedican a ella, no han estado exentos de esta deformación decimonónica.

Recuerdo los últimos –y aun esperanzados- años noventa. Toda la atención y toda la imaginación política de los medios, de los políticos, del país complete, se volcaba a la posibilidad del cambio en el  poder presidencial, es decir, a la alternancia en el ejecutivo federal.

Ya para entonces habían ocurrido y estaban ocurriendo un montón de novedades que modificaban todos los días y de un modo duradero, nuestra realidad estatal: la Cámara de Diputados acababa de romper la mayoría del partido del “señor Presidente” y por primera vez, una suma de partidos forjaba una alianza mayor por sobre la bancada del Revolucionario Institucional. En aquellos años sumaban ya diez Congresos locales que habían equilibrado la representación y cuya mayoría no respondía al gobernador en turno. Los municipios –entre ellos los más importantes del país- ya eran un archipiélago plural ocupado por las combinaciones mas disímbolas. La Ciudad de México había sido ganada en elecciones legítimas por la izquierda y casi todas las metrópolis –de Jalisco a Monterrey y de Tijuana a Mérida, pasando por Veracruz o por Torreón- también habían mutado de partido gobernante y en la variedad y composición de sus cabildos.

Pero lo que esperaba nuestra politología, lo que de veras le importaba, lo central, era la ALTERNANCIA (con mayúsculas) en el poder presidencial. No hay duda que se trataba del fenómeno esperado, más vistoso, espectacular y convincente a ojos de una opinión pública impaciente. Toda la oposición y sus ideólogos conspicuos, en el año 2000, cargaron sus tintas e hicieron de la alternancia el objetivo supremo y casi único. “Sacar al PRI de los Pinos” era el síntoma válido e irrecusable de nuestra democratización.

A la distancia, ya podemos decir que todo eso era parte de nuestro presidencialismo mental. Pero el triunfo y la práctica del Presidente Fox no hicieron más que profundizar la exageración, con trazos a ratos alucinados: él se encargaría de resolver el conflicto chiapaneco, él eliminaría la corrupción del gobierno nacional, él modificaría el papel de México en el concierto mundial, etcétera.

El problema, donde radica la alucinación histórica, es que justamente a partir del año 2000, esas aspiraciones y proposiciones fueron menos ciertas que nunca. Jamás, desde los años treinta, el poder presidencial fue más débil y acotado. Su antecesor, el Presidente Zedillo, pudo contar con una mayoría en el Senado los últimos tres años de su gobierno, el Presidente Fox en cambio, no tuvo esa suerte, es más, no tuvo nunca a ninguna de las dos Cámaras. Y por si fuera poco, Fox empezó sitiado por una veintena de gobernadores que no eran de su partido cuya relación tuvo que ser lubricada con amplios recursos venidos de la renta petrolera.

La Presidencia, el ejercicio del poder presidencial debía cambiar, y debía hacerlo rápido, porque el ecosistema que le rodeaba se ramificaba y se complicaba. Así, al menos desde 1997, los Presidentes mexicanos (Zedillo, Fox, Calderón y Peña) deben sudar la gota gorda para aprobar cada presupuesto anual, para sacar adelante esta o aquella iniciativa puntual, o para conseguir alguna de las ansiadas “reformas estructurales” o algo que se le parezca.

A trompicones, conforme el pluralismo tomaba sus asientos, el Congreso dejó de ser el acompañante de primera instancia del gobierno federal y se convirtió en su primera y más importante complicación. De modo que la alternancia pudo haber sido el episodio más espectacular y más acariciado en las cabezas de políticos, partidos y estudiosos, pero a la larga, no fue el más decisivo. Con cierta perspectiva histórica, el hecho principal de nuestra transición fue la dispersión efectiva del poder del Estado y por lo tanto, la creciente dificultad y la sofisticación del oficio para poder gobernar.