Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
08/09/2016
Madrid. Después de dos elecciones y nueve meses con un gobierno “en funciones” –es decir, sin mandato parlamentario, solo encargado de las tareas rutinarias, sin la capacidad de tomar decisiones fundamentales para consolidar la salida de la crisis económica y, sobre todo, para enfrentar la crisis constitucional desatada por el independentismo catalán– España parece enfilarse hacia unos terceros comicios, pues ni el Partido Popular, ganador en ambas ocasiones del mayor número de escaños, pero muy lejos de la mayoría absoluta necesaria para formar gobierno en solitario, ni el Partido Socialista Obrero Español, segundo lugar en ambas rondas de votación, han podido construir una coalición capaz de sostener un gobierno en un escenario partidista novedoso, por el surgimiento de dos fuerzas nuevas –Podemos a la izquierda y Ciudadanos en el centro–derecha, pero sobre todo por la deriva separatista de la derecha catalana, en otros tiempos siempre dispuesta a jugar de bisagra con uno u otro de los partidos mayores a cambio de jugosas concesiones políticas o presupuestarias.
La crisis económica que estalló hace ocho años marcó el final de una época de prosperidad iniciada con el ingreso de España a la entonces Comunidad Europea en 1986. La tremenda caída de los niveles de vida de la clase media y de los grupos más pobres hizo crecer el resentimiento contra los dos partidos que se habían turnado en el gobierno desde la consolidación democrática posterior al intento del golpe de Estado de febrero de 1981.
También erosionó gravemente el consenso constitucional construido desde 1978, cuando más del 90 por ciento de los catalanes votaron a favor de la Constitución en el referéndum de ratificación, y ha echado leña al fuego del independentismo, nutrido también por la declaratoria de inconstitucionalidad de los artículos relativos al reconocimiento de la nacionalidad catalana del estatuto de autonomía aprobado en 2006 por las Cortes españolas y refrendado por los ciudadanos de aquella comunidad.
Es el conflicto catalán, con su demanda de la celebración de un referéndum de independencia, que ha contagiado también al nacionalismo vasco, el principal obstáculo para la formación de una coalición viable de gobierno, pues son los votos de los nacionalistas de ambas comunidades los que serían necesarios para la formación de una coalición gobernante de uno u otro signo.
De los partidos emergentes, el de centro–derecha, Ciudadanos, ha mostrado ya disposición de acuerdo primero con el PSOE y después de los segundos comicios con el PP. Podemos, el partido emergente de la izquierda que ha captado los votos de la indignación por la crisis y ha socavado sobre todo el apoyo del PSOE, ha intentado presentarse como la fuerza renovadora que no le tiene miedo al supuesto “derecho a decidir” de las comunidades díscolas, sin tomar en cuenta las implicaciones de las pretendidas consultas sobre el arreglo constitucional aprobado por todos los españoles hace 38 años.
Los dos partidos mayores, muy disminuidos en su arrastre electoral por la crisis y por los casos conspicuos de corrupción (aunque no deja de sorprender la tolerancia de los electores frente a la rapiña del PP, el cual, a pesar de todo, ha alcanzado más del 30 por ciento de la votación), han quedado frente a frente sin posibilidades de articular una gran coalición a la alemana, no por simple empecinamiento de la dirección socialista de no tirarle una tabla de salvación al líder popular –quien durante cuatro años, cuando contaba con mayoría absoluta, gobernó con arrogancia e impulsó en solitario una agenda de derecha destinada a echar atrás buena parte de la agenda impulsada por los sucesivos gobiernos del PSOE en materia educativa y social–, sino por la obstinación del líder de la derecha, reacio a plantear claramente un pacto en torno a una reforma constitucional para dar paso a un arreglo federal que permita el encaje de Cataluña y el País Vasco en condiciones renovadas.
Los socialistas han llamado desde hace tiempo a un rediseño federal de España, que vaya más allá del Estado de las autonomías establecido por la Constitución de 1978. En una cálida conversación con Enrique Barón, no solo por afectuosa sino por la temperatura madrileña en estos días de septiembre, el exministro socialista y expresidente del Parlamento Europeo, firme defensor del rediseño federal de España, me comentaba el absurdo de las resistencias de la derecha española, anclada en el rancio nacionalismo centralista del franquismo.
El hecho es que sin una nueva forma de articulación estatal, difícilmente se van a poder apaciguar los impulsos centrífugos de los nacionalismos, nutridos por la demagogia de unos liderazgos políticos empeñados en exacerbar las diferencias culturales y económicas, en lugar de contribuir a un proyecto común diverso y solidario.
Un apunte final sobre esta crisis política. En efecto, en un régimen parlamentario puede ocurrir que se dificulte la formación de gobierno, como ahora en España, o como ha pasado frecuentemente en Bélgica. Este tipo de bloqueos se dan en situaciones de extrema polarización con fraccionamiento del voto partidista y son más frecuentes cuando existen identidades nacionales diferenciadas dentro de un país.
No son buenos, pero son mucho menos graves que las crisis de rompimiento de la coalición gobernante en los regímenes presidenciales, como la recientemente ocurrida en Brasil. Claro que en España o en Bélgica las cosas no se paralizan del todo ni llegan a mayores por la existencia de una burocracia profesional y relativamente despolitizada que saca adelante los asuntos de Estado.
En México, el caos por una situación como la actual de España sería mayúsculo, pues los funcionarios estarían dedicados a ver qué se pueden llevar, ante la expectativa de la pérdida de empleo en la siguiente ronda del juego de las sillas musicales, que los podría dejar sin su parcela de rentas a usufructuar.