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El debate público

Espiral destructiva

José Woldenberg

Reforma

04/05/2017

Al observar nuestros procesos electorales se me ocurren tres tristes notas:

1. El primer y quizá más relevante recurso de la política es la palabra. El instrumento con el cual el político entra en contacto con su auditorio, la fórmula para generar empatía y en los mejores casos, para develar los problemas, analizarlos, ofrecer soluciones. El discurso tiene usos múltiples pero resulta insustituible en una actividad en la cual hay que buscar el apoyo de los ciudadanos que eventualmente pueden otorgar el triunfo o la más desconsoladora derrota.

Por ello mismo, para Platón -nos explica Valentina Pazé en «La demagogia, ayer y hoy» en Andamios Nº 30)- demagogia y democracia eran una y la misma cosa. No una posible degeneración de la segunda, sino su cara natural. Dado que los representantes requieren ganar el aprecio de los representados, «tienen que adivinar los gustos y los deseos de las masas». No conviene contradecirlas, por el contrario, hay que darles por su lado. El orador «lo único que enseña es precisamente las opiniones de la masa misma, que son expresadas cuando se reúnen colectivamente, y es esto lo que llaman saber». Se trata de explotar el mínimo común denominador del auditorio, de simplificar, de acuñar frases pegajosas y fórmulas que resulten apetitosas para los medios. Cualquier razonamiento medianamente complejo difícilmente impactará al respetable. Por eso los gritos, las injurias, las arengas. Si se quiere ser aclamado es necesario «descender» al nivel de los más.

Por supuesto mucha agua ha corrido desde Platón al presente. Pero nuestras contiendas electorales no sé por qué me recordaron al griego.

2. Las grandes construcciones ideológicas están en desuso. En el pasado forjaron historias y leyendas, identidades, ofrecieron sentido a la política, una narración del pasado y un porvenir por edificar. Comunistas, socialdemócratas, liberales, democratacristianos, conservadores, fraguaron casas distintas y en su interacción y lucha modelaron la política y brindaron un sentido de pertenencia a sus seguidores. Hoy, son referentes lejanos y ajenos para la mayoría.

Los programas también brillan por su ausencia. A lo más se anuncian buenas intenciones que suelen ser compartidas por todos: «más y mejor educación; salud pronta y expedita; justicia universal; combate a la corrupción» y por ahí. No son suficientes para diferenciar a los adversarios porque lo que repiten son metas compartidas y no rutas para llegar a ellas.

El recurso entonces para lograr crecer en las preferencias del público -se cree- es la descalificación del adversario. Y puesto que las ideas parecen no conmover a (casi) nadie, lo óptimo, se piensa, es sacar los trapitos al sol del enemigo. «El nuevo tipo de política, basada no en los principios sino en los individuos y su popularidad, está configurada por el escándalo…Lo fundamental se volvió destruir la legitimidad de los contrincantes. El escándalo (sexual, de corrupción, etc.) es el mecanismo más eficaz porque permite arruinar la reputación del individuo de golpe…», nos dice Luciano Concheiro en Contra el tiempo (Anagrama).

3. Vislumbro a nuestros políticos cuando eran niños. Es un juego de la imaginación sin demasiada imaginación. Más bien un cuadro tosco. Él (o ella) encuentra que solo queda una rebanada de pastel en su casa. Ni tardo ni perezoso se la come. Se siente ganador. Su hermano es el perdedor. Luego, de joven, quiere ir al cine a ver una película pero su pareja prefiere otra. Lo resuelven con un volado: uno gana mientras la otra pierde. Así es la vida. Acostumbrados a «juegos de suma cero», donde lo que gana uno forzosamente lo pierde el otro, jamás se les ocurrió compartir el pastel o deliberar sobre las películas y menos aún, eventualmente, encontrar una tercera. Y así actúan hoy.

Bajo el supuesto de que se encuentran en un juego de suma cero, creen que la descalificación del contrario redunda en su propio beneficio. Lo que gana uno lo pierde el otro, piensan y se regocijan. No les cabe en la cabeza que están bajo un formato en el que todos pierden a los ojos del público. Los «ganadores» recogen despojos.

Total, demagogia, escándalos y descalificaciones mutuas arman una bonita espiral destructiva. «Que con su pan se lo coman», podría decir uno, si sus repercusiones no fueran para todos.