El populismo se alimenta en el desencanto con las instituciones y los abusos de los poderosos; se trata de un fenómeno global, en los tiempos actuales, es resultado de la democracia y puede conducir a su erosión. Está presente en la demagogia altanera de Donald Trump, en el autoritario ultranacionalismo de Viktor Orbán, en el fracaso de la costosa aventura chavista, entre tantos otros lamentables casos. También se le puede identificar en los desplantes, las coartadas y los excesos de ya saben quién.
La politóloga Nadia Urbinati es autora de un libro de inusitada contundencia. Me the People: How Populism Transforms Democracy (Harvard University Press, 2019, 266 pp.) hace un esfuerzo para entender al populismo sin satanizarlo, pero sin complacencia alguna. La revista Configuraciones acaba de publicar el epílogo de ese trabajo.
Urbinati se ocupa del populismo cuando ha llegado al poder gracias a elecciones democráticas. Entonces, dice, se pueden apreciar cuatro actitudes que lo sintetizan y precisan:
“1. El populismo se caracteriza a sí mismo como refractario a las divisiones partidistas tradicionales (multipartidismo) y recalca un solo dualismo básico —el de la gente común y el establishment… Es impaciente con las reglas y procedimientos utilizados por la democracia representativa porque es impaciente con el pluralismo”. Más que impaciencia, podríamos decir que el populismo despliega una arrogante intolerancia.
Sigue Urbinati: “2. El populismo aspira a alcanzar el poder por medio de la competencia electoral. Pero en vez de utilizar las elecciones para evaluar las varias demandas representativas, las utiliza como plebiscitos que sirven para demostrar al público la fuerza del ganador. Las elecciones revelan lo que ya existe: la gente ‘buena’ a la espera de gobernar. Si tiene éxito, el populismo trata de constitucionalizar ‘su mayoría’… Si tuviera éxito, el constitucionalismo populista cerraría la brecha que separa la ley constitucional de la ley ordinaria —una brecha que es crucial para la democracia constitucional. En pocas palabras, constitucionalizaría la voluntad de una mayoría específica”. Allí cristaliza el carácter fundamentalista del populismo: leyes, instituciones y gobernante, han de estar al servicio no de toda la sociedad sino del segmento de la sociedad a la que dice encarnar el líder populista.
“3. El populismo logra esta transformación después de rechazar la idea (de) que la representación es una traducción electoral de demandas y visiones partidistas, en favor de la idea (de) que la representación es una encarnación de todas las demandas en un líder, quien se convierte en la voz del pueblo ‘correcto’. La representación directa que vincula al pueblo y al líder selecciona a la audiencia como la única fuente de legitimidad. Esto devalúa a los intermediarios políticos (partidos organizados y controles institucionales) y permite al líder reforzar una reivindicación antisistema (antiestablishmentarianism) mediante su poder de mando. La propaganda es un componente esencial del populismo en el poder; y este populismo consiste, más o menos, en movilización y campaña electoral permanentes”.
En el párrafo anterior se condensan tres atributos del populismo contemporáneo: la tendencia a conformar una sociedad no de ciudadanos sino de audiencias, el reemplazo de las instituciones representativas por el trato clientelar del líder con “el pueblo” y la preeminencia de la propaganda sobre la realidad.
“4. El populismo reinterpreta la democracia como mayoritarismo radical. Esto implica resolver la indeterminación y apertura en las que consiste el pueblo democrático y solidificar el poder gobernante de una porción de la población que habla por boca del líder. El faccionalismo es el carácter de la política que practica el populismo: es una admisión de la política como una guerra más que un juego, una cuestión de ganadores y perdedores, sin ficción de universalismo. El populismo representa la celebración del desencanto político: el fin de todas las utopías e idealizaciones. Representa la acogida de una visión hiperrealista de la política como la construcción y ejercicio del poder por el fuerte”.
La puntualidad de esos rasgos disculpan las extensas citas del libro de Urbinati. Profesora estadunidense de origen italiano, forma parte del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Columbia y estudia al populismo desde el desarrollo de las ideas y las prácticas políticas. La traducción del sustancioso epílogo es de Berenice Dorantes García y Mariano Sánchez Talanquer. Configuraciones se puede descargar en www.ietd.org.mx Yo el pueblo. Cómo el populismo transforma a la democracia, ha sido comentado por Jesús Silva Herzog Márquez en Reforma y José Fernández Santillán aquí en Crónica.
La autora de este libro refuta la excusa más frecuente de quienes pretender soslayar excesos del populismo con el expediente de que beneficia a los desposeídos. El fin jamás justifica los medios pero, cuando se le emplea como coartada desde el poder, deriva en atropellos de toda índole. “El populismo —explica Urbinati— si bien es un signo justificado de sufrimiento por parte de ciudadanos desempoderados, difícilmente puede ser una solución porque sus voceros y líderes quieren usar la mayoría no sólo o no simplemente como un método para resolver el desacuerdo. Más bien, busca instalarse a sí misma como la mayoría ‘buena’, que las elecciones legitiman y que resulta intolerante hacia otras partes de la población”.
Aunque puede surgir de procesos democráticos, el populismo deriva en la antidemocracia debido a la personalización del poder: “El populismo procede inevitablemente a exaltar y asegurar el papel prominente y el poder del líder. Esto ocurre por la simple razón (de) que el éxito de la narrativa descansa en el éxito del líder —y ambos dependen de la autoridad del líder sobre el pueblo y sus partes”.
En variadas latitudes, los partidos desplazados por el populismo y los ciudadanos agraviados por él se preguntan cómo enfrentarlo. Se necesitan realismo, autocrítica, imaginación, pero con ello no decimos algo nuevo. Los defensores de la democracia tienen que empeñarse en discutir y rebatir al populismo y sus usufructuarios, tendrían que revisar “algunas reglas básicas del juego de una forma que regrese a los ciudadanos poder directo de toma de decisiones y también les otorgue un control más estricto sobre sus representantes”. Urbinati recuerda, entre otras recomendaciones, que se precisa una drástica renovación de los partidos. También hace falta, añadimos, rechazar las concepciones binarias que reducen el escenario público a una confrontación de buenos y malos, o como sea que les denomine la retórica en boga. Hay que reivindicar el orden jurídico que ha sido resultado del proceso hacia y en la democracia. Es preciso desarticular la idea de que hay un “pueblo” que justifica cualquier exceso; lo que tenemos es una sociedad diversa, cuya pluralidad el Estado tiene la responsabilidad de reconocer y representar. Por ello, es imprescindible cuestionar la idea de que en la política se dirime todo o nada cuando, en realidad, se trata de un proceso en donde a veces avanzan unos y se estancan otros.
La crítica de Nadia Urbinati está respaldada en su trayectoria en el campo de la filosofía política pero también por su compromiso con el pensamiento de izquierdas. Además de sus ensayos académicos es colaboradora frecuente en publicaciones de ese signo en Italia y Estados Unidos.
El populismo no es una ideología sino una colección de mecanismos para alcanzar y conservar el poder. En otro segmento de su libro, Urbinati describe esa suerte de fatalidad que hace al populismo consecuencia y contrario de la democracia:
“La democracia y el populismo viven y mueren juntos; y por esta razón, tiene sentido sostener que el populismo es la frontera extrema de la democracia constitucional, después de la cual los regímenes dictatoriales están preparados para emerger”.