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El debate público

Evocación de Monsiváis

Adolfo Sánchez Rebolledo

La Jornada

02/07/2015

 

Uno de los defectos más perjudiciales de nuestra vida pública es la degradación de las ideas y, en consecuencia, de los debates sobre temas de interés nacional. Las ganancias en libertad de expresión, desmentidas en horas de lamentable decadencia moral, no se traducen en la mayor calidad a nuestros intercambios públicos ni en la responsabilidad de quienes la ejercen.

Sin duda, la extraordinaria eclosión de las redes sociales vino a democratizar la información, pero no elevó su calidad a otro nivel. La intolerancia prexistente se reafirma adaptándose a las exigencias tóxicas posmodernas de una crítica emocional, prepolítica e incapaz de ponerse por un instante en los zapatos argumentales del otro.

En lugar de discutir conceptos, posiciones, hay que deslavar mentiras, rumores, apreciaciones sin sustento elaboradas y puestas a circular para reafirmar prejuicios que no por mucho repetirse se convertirán en verdades, aunque hagan daño.

La discusión se está convirtiendo en simple “ataque ad hominen” (acaso derivado de la visión mas individualista y maniquea del conflicto social), y en la reducción del discurso político a la suma de adjetivos y generalidades inscritas en un cartabón que no requiere probarse.

Para mostrar fortaleza se apela tanto en la propaganda como en el debate mediático al lenguaje bélico nutrido en el rencor y el espíritu de revancha, protegido por el anonimato o la impunidad cobijados por las redes sociales, pero también por ciertas firmas que dictan agendas públicas desde poderosas tribunas.

Debemos a Carlos Monsiváis, entre otras muchas cosas, la crítica del lenguaje oficial atado a la solemnidad hierática del discurso oficialista, exacto ropaje verbal del antiguo autoritarismo, la dimensión liberadora de la irreverencia, su función desacralizadora, pero no insultante gracias al humor y a la inteligencia que él incluye como atributos de una nueva cultura solidaria, ilustrada.

Por mi madre, bohemios es, en cierto modo, la bitácora de esa tarea civilizatoria que halla en las formas de expresión al uso las claves íntimas de un poder excluyente, resguardado por el dominio discrecional del silencio.

En esa sección memorable que lo siguió a través del tiempo la cotidianeidad del habla de los políticos es materia de puntuales denuncias que desnudan la naturaleza de los códigos que rigen el orden burocrático, la doble moral que separa la ley de su cumplimiento.

Es un juego semanal donde florece el ingenio, pero es mucho más, pues, aunque resulte extraño en ese desmenuzar del lenguaje coloquial persiste un esfuerzo pedagógico para elevar las exigencias de los lectores que, ayer como hoy, buscaban en la prensa crítica sólidos elementos formativos. Y pocos como el uso del idioma, la dosificación exacta de los adjetivos, la claridad como propósito.

Monsiváis es feroz, agudo, implacable, pero no prefigura el llamado discurso del odio, siempre presente en toda suerte de discriminación contra las minorías… o los personajes caídos en desgracia. Lo mismo es sus insustituibles crónicas que en los relatos biográficos donde nos muestra la grandeza y miserias de algunas de las grandes figuras de la izquierda, Monsivás descubre, nombra, califica y humaniza; es duro al condenar las flaquezas o los errores registrados, pero jamás se regodea en el prejuicio ni cede ante el rencor social con el que se quiere sustituir al conocimiento; tampoco le basta la frase hecha que ahorra toda reflexión posterior.

Gracias a ese espíritu abierto dialoga con la ciudadanía que se empodera sin pedirle permiso ni a la autoridad ni a los jefes partidistas. Ellos se han olvidado de la razón de ser de la democracia, a la cual pretenden convertir en una suma de reglas sin lazos vitales con la sociedad en un mundo marcado inexorablemente por la desigualdad.

Es en ese mundo donde dar voz a los que no la tienen significa reconstruir el habla popular para comprender la emergencia de la sociedad civil que las elites no adivinan en la urbanización salvaje, en la marginalidad agrícola, en ese tejido solidario tramado y destramado por la explotación, la violencia y los desastres que son parte de la vida en la existencia de los pobres.

Para Monsiváis nada de la realidad le es ajeno, pero no se pierde en lo superfluo y reconoce las vigas maestras de la renovación que está en curso, comenzando por el lenguaje, la organización y el no a la violencia, la lectura y, siempre, el respeto al otro.

Y en todo ese camino, laico hasta el fin, desconfía de las unanimidades inquisitoriales que en defensa de la Verdad encienden la hoguera de la purificación como escarmiento contra la disidencia o el error.

¿Qué habría pensado hoy del virtual linchamiento contra Rigoberta Menchú del que algunos indigenistas se enorgullecen? ¿Qué diría del clima moral creado por el asesinato de Iguala y la incapacidad del Estado y la sociedad para asumir sus graves consecuencias? ¿Cómo escapar a la Ley del Talión que asegura la destrucción del más débil a la que empujan algunos iluminados?

No puedo ni siquiera sugerir una posible respuesta, pero sí me viene a la memoria cómo Monsiváis recordaba con horror el escarnio contra Trotsky, cuya efigie enjaulada se hacía desfilar mientras un grupo de intelectuales izquierdista cantaban coplas hirientes contra el líder ruso, como si las divergencias anularan de un plumazo la dignidad humana, antesala injustificable del crimen.