José Woldenberg
Reforma
21/05/2015
En el escenario público se encuentra más que instalada una agenda liberal-democrática pertinente. Pero hace falta (creo) inyectar una agenda socialdemócrata si queremos atender las causas profundas de nuestra desnaturalizada convivencia.
Hace años Norberto Bobbio insistió en la necesidad de articular dos tradiciones que vivían escindidas: la liberal y la socialista. La segunda sin la primera era insensible a los problemas de las libertades individuales, los mecanismos de control del poder político, la normatividad que garantiza derechos fundamentales. Pero la primera sin la segunda resultaba ciega ante la desigualdad económica, las asimetrías de poder, los costos sociales del ejercicio de las libertades de los más fuertes. Por ello, postulaba fundir esas dos grandes corrientes de pensamiento: un socialismo fuertemente teñido de reivindicaciones liberales o un liberalismo recargado de la “cuestión social”.
Entre nosotros, sin embargo, en la prensa, la academia, las organizaciones no gubernamentales, los circuitos de representación y los gobiernos, gravitan con fuerza una serie de reivindicaciones centrales –estratégicas- que tienen que ver con dos grandes áreas: el control de las acciones de las instituciones estatales y la ampliación de las libertades individuales. Ambos asuntos son, por supuesto, nodales en el proceso de construcción y fortalecimiento de un régimen democrático.
Siguiendo a Rosanvallon, se podría afirmar que en los últimos 20 o 30 años en México se han desplegado movilizaciones, iniciativas y reformas que tratan de 1) proteger al individuo del desbordamiento de los poderes públicos, 2) multiplicar la vigilancia, el control, sobre esos mismos poderes, 3) generar pesos y contrapesos dentro del propio entramado institucional y 4) someter a controles de constitucionalidad y legalidad las acciones de esa red de representación y gobierno (La contrademocracia. Manantial. Argentina.2007).
Resulta natural, comprensible y necesario. Durante una larga etapa, las instituciones estatales, cuya cúspide era el titular del Poder Ejecutivo, desplegaron su accionar sin demasiados contrapesos sociales, institucionales y normativos. Eran o parecían agentes incontestables, todopoderosos, por encima del común de los mortales y sin necesidad de rendir cuentas. El proceso de cambio democratizador modificó esa relación y construyó pesos y contrapesos entre los poderes públicos y entre éstos y muy diferentes agentes sociales.
Estamos lejos de haber logrado los estándares deseados en esa dimensión, y por ello es acertado mantener viva y redoblada una agenda liberal-democrática. Pero brilla por su ausencia –o para no exagerar, apenas y se ve- un programa socialdemócrata que ponga también en el centro de la atención pública y en los circuitos de representación la serie de problemas que impiden que México sea un país medianamente integrado, armónico. Estoy hablando de los temas del empleo, las remuneraciones, la informalidad, las oceánicas desigualdades sociales, la pobreza y la pobreza extrema, que conforman un país polarizado, escindido.
Esa profunda desigualdad que todo lo marca debería ser el eje de una preocupación expansiva que fuera capaz de construir un basamento de satisfactores materiales y culturales básicos (educación, salud, alimentación, transporte y vivienda) que eventualmente se tradujera en un cemento cohesionador de lo que hoy no es más que un archipiélago de clases, grupos y pandillas que no se reconocen mutuamente.
Recuerdo la vibrante película de Ken Loach, El espíritu del 45, una cinta sobre el esfuerzo que ordenó la reconstrucción de la Gran Bretaña después de la Segunda Guerra Mundial. Se trató de edificar un piso de bienes públicos desde las ruinas y cenizas que había dejado la conflagración. Por supuesto que se apreciaba la vuelta a la paz, pero en el ánimo de la época flotaba la idea de que esa nueva paz debería ser acompañada de un esfuerzo consistente por una sociedad igualitaria o por lo menos capaz de cerrar las oceánicas brechas que la modelaban. El histórico Informe Beveridge estableció que había que luchar contra la miseria, la ignorancia, la enfermedad, el desempleo masivo y en esa dirección se enfilaron los grandes proyectos de vivienda, salud y educación públicos. Se trató de un aliento capaz de forjar lo que se llamó un Estado de bienestar que transformó la vida de millones de personas. Algo así necesitamos para México, porque sin ese basamento todo lo demás estará asentado en tierra movediza.