Categorías
El debate público

Falta un tercer acto

 

 

 

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

14/09/2017

 

Como si fuera una obra de teatro.

Primer acto. La ola democrática. Una conflictividad creciente en los años setenta mostró que la diversidad política e ideológica del país no cabía ni quería hacerlo bajo el manto de un solo partido, una sola ideología, una sola voz. Las últimas décadas del siglo pasado fueron las de un potente reclamo democrático que se expresó en movilizaciones, huelgas de hambre, apremios en materia electoral, creación de agrupaciones civiles que demandaban el respeto al voto, robustecimiento de los nuevos y viejos partidos, elecciones cada vez más competidas y seis reformas electorales sucesivas que acabaron por desmontar el añejo régimen monopartidista y abrieron paso a un sistema plural de partidos, más o menos equilibrado, altamente competitivo y que cristalizó en congresos plurales, fenómenos de alternancia, coexistencia de la diversidad en las instituciones representativas.

La democracia se entendía como un fin en sí mismo que permitiría la convivencia y la competencia institucional y pacífica de la diversidad política, y como un medio para lograr que muchos de los rezagos y las contrahechuras de nuestra vida política y social fueran atendidos. No fue casual entonces que partidos de diferente orientación y organizaciones sociales diversas, académicos y periodistas, individuos y funcionarios estatales, contribuyeran a desmontar la fórmula autoritaria de gobierno para abrirle paso a una germinal democracia. Bastaría comparar el mapa de la representación política de los años ochenta y el actual para constatar que el primer acto encontró una desembocadura digna de ser apreciada.

Segundo acto. La ola liberal. La colonización de las instituciones estatales por la pluralidad política tendió a equilibrar a los poderes públicos. Partidos competitivos y sus triunfos electorales hicieron que el presidente de la República estuviese obligado a convivir con un Congreso en el que él y su partido no tienen mayoría y algo similar sucedió en los estados. Los crecientes márgenes de libertad de los medios -acicates y beneficiarios del proceso democratizador- han servido para vigilar de mejor manera el ejercicio del poder. Y junto a ello se desató un potente reclamo por acotar, vigilar, denunciar y corregir el funcionamiento de las instituciones públicas. La discrecionalidad, la opacidad y la corrupción han puesto en acto un extendido clamor cuyos logros van desde reformas normativas (ejemplos: la ley de acceso a la información pública o la creación de un sistema nacional anticorrupción) hasta la emergencia y fortalecimiento de organizaciones civiles que denuncian los excesos del poder, reclaman la vigencia de sus derechos u ofrecen visibilidad a los reiterados actos de corrupción.

Es una ola que lleva varios lustros, cuyos objetivos no se han cumplido del todo, por lo cual continúa y tiene por objeto terminar con los poderes públicos caprichosos, abusivos y en algunos casos viciados. Se trata de un movimiento que intenta y logra expandir las libertades individuales, que desea protegerlas de la acción impertinente del Estado y que busca que las instituciones se comporten conforme a derecho. No obstante, quizá como una derivación no deseada (¿o sí?), al colocar en el centro de visión a las instituciones públicas se ha aceitado un resorte elemental que de manera inercial y reduccionista ve en éstas el manantial de todos los males. Un filtro incapaz de calibrar la profundidad de los problemas y las dificultades reales para su solución, que se regodea con una cantaleta simple y pegajosa que más o menos dice así: «todo es culpa de políticos tontos, ineficientes y corruptos» (que los hay en abundancia).

Tercer acto. La ola social. Por escribir. Los logros en código liberal-democrático están a la vista y los faltantes también. Pero el tercer acto ni siquiera ha empezado. Y para ello debemos activar a las instituciones públicas. La pobreza inamovible, la desigualdad social que escinde al país, la exclusión en el ejercicio de los derechos, los salarios mínimos pírricos, son temas que reclaman de políticas para revertirlos si es que queremos, como lo ha planteado la CEPAL, construir un mínimo de cohesión social. Porque me temo que si no lo hacemos, lo poco o mucho de lo edificado en los dos primeros actos, puede reblandecerse.