Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
21/05/2015
Poco hizo falta para que las buenas conciencias desataran un linchamiento despiadado contra el presidente del Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Bastó con que alguien filtrara la conversación precisa, aquella que lo pillaba en el terreno de la incorrección política, mantenida en el ámbito de la privacidad y la confianza, ahí donde uno supone que puede desahogar sus frustraciones y descargar los fardos y presiones de la responsabilidad pública. La ingenuidad del consejero presidente del INE fue creer que su derecho constitucional a la inviolabilidad de sus conversaciones era respetado, que le quedaba algún resquicio para soltar exabruptos y mofarse de los despropósitos. No es así: hoy en México, como en los tiempos de la República Democrática Alemana, donde la Stasi espiaba a todo ciudadano y registraba cualquier desliz que lo alejara de la ideología justa y de la línea del partido, las personas han dejado de tener espacios privados, por más que la Constitución diga lo contrario.
Para conseguir el momento justo en el que Lorenzo Córdova se sale de tono y se burla de uno de los múltiples interlocutores que tiene al día, seguro los espías estuvieron semanas escuchando sus conversaciones; seguramente conocieron los problemas de su vida cotidiana, los incidentes de sus hijos en la escuela, sus desavenencias con su mujer o sus expresiones de afecto. Con el objeto de lograr los minutos útiles para demoler su prestigio, quienes pincharon su teléfono se deben de haber metido hasta el rincón más íntimo de sus comunicaciones. Al fin, lo agarraron con el paso cambiado, lo pillaron en una descarga, seleccionaron el trozo preciso y lo presentaron de la manera adecuada: el jurista de trato amable, lenguaje preciso y conducta pública intachable acaba convertido en un asqueroso discriminador de los pueblos indios.
La cargada de fariseos se desató de inmediato, inducida además por las cabezas engañosas de los periódicos que convirtieron una burla desafortunada a una persona concreta en la mofa a todos los indígenas del país. He oído una y otra vez la grabación; no hay en ella escarnio a los pueblos indios ni burla a la manera de expresarse de ellos en general, sino una crítica satírica a un personaje que amenazaba con impedir las elecciones si el INE no cumplía con su despropósito de otorgarle una diputación al representante de su pueblo, seguramente él mismo. Nadie, por supuesto, ha tratado de averiguar quién era el chantajistas que le exigía al presidente del INE una ilegalidad. Nadie siquiera se ha interesado por conocer si de verdad el personaje representa a alguna comunidad indígena real o si, como se desprende de la conversación, no es más que un impostor que se finge indio y para ello usa el lenguaje estereotipado de las traducciones políticamente incorrectas de la serie norteamericana de la década de 1950 a la que Córdova alude. De lo que se trata es de despellejar al funcionario, desprestigiarlo y debilitarlo en el momento más delicado de su gestión.
Tampoco las buenas conciencias se indignan ante la violación de los derechos constitucionales del afectado. La exigencia de una investigación que muestre el origen del atropello también mueve a escarnio a los indignados profesionales, incluso cuando pudiera ser que provenga de alguna agencia estatal. Antes, la posibilidad de ser escuchado en conversaciones telefónicas se le atribuía exclusivamente a “Gobernación”; ahora sin duda existe tecnología asequible a cualquiera para pinchar conversaciones privadas, pero quien lo haya hecho dedicó una buena cantidad de tiempo y recursos en una operación diseñada para destruir a Córdova. Al menos en el corto plazo, los delincuentes han tenido éxito.
A mi me indigna, en cambio, que en el nuevo escándalo a quien se linche sea al único que no cometió un delito. Nadie clama por perseguir al que amenaza con boicotear las elecciones ni a quienes realizaron las escucha ilegales, sino al que emitió un exabrupto. Los linchadores, convertidos en paladines de la corrección política, claman como si a ellos nunca se les hubiera escapado un cuesco en un lugar inapropiado, como si nunca en la privacidad de sus casas o entre sus íntimos se hubieran mofado peyorativamente de alguien.
Conozco a Lorenzo Córdova desde que él era un niño. Sé que no es ni remotamente un racista, pues está orgulloso de su origen, de su abuela purépecha, indígena de Carácuaro, Michoacán. A diferencia de muchos de quienes ahora quisieran empalarlo en la plaza pública, que asistieron a escuelas privadas para no mezclarse con los “nacos”, Lorenzo ha estudiado siempre en escuelas públicas, desde la primaria en su barrio de Tlalpan, hasta el doctorado en Italia. Es, además, un estudioso serio y riguroso, cosa de la que están muy lejos la mayoría de sus críticos. También maneja el español con mucha mayor corrección que la mayoría de los que ahora se burlan de sus latiguillos coloquiales, los cuales todos usamos. Como funcionario, siempre ha respondido a convicciones basadas en el derecho y en la justicia. Desde luego quienes diseñaron esta operación de acoso y derribo a Lorenzo están interesados en debilitar sus decisiones como árbitro porque les han afectado. Sospechosos hay muchos. Yo en cambio, en estas elecciones le sigo yendo al árbitro.