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El debate público

Fidel Castro y el pasado de una ilusión

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

01/12/2016

Nací en 1959. Mis padres se casaron aquel 3 de enero en el que Ernesto Guevara entró a La Habana y de no haber sido por la huelga de los trabajadores de Mexicana de Aviación, que los dejó varados en Mérida, su luna de miel se hubiera visto trastocada de cualquier manera por la llegada triunfal de Fidel Castro al poder, así que se tuvieron que conformar con quedarse a pasar sus primeros días de matrimonio con la familia en Campeche.

Mi padre era entonces reportero de El Popular, periódico nacido como órgano de la CTM en 1936, pero que ya para los años finales de la década de 1950 languidecía, como la expresión de una izquierda condescendiente con el régimen del PRI y tenía un tiraje tan exiguo que algún socarrón lo había llamado “el diario íntimo de Vicente Lombardo Toledano”. Antes de dedicarse al periodismo con intencionalidad política, Javier Romero se había formado como historiador en la UNAM, pero en lugar de encaminar sus pasos a la enseñanza o a la investigación se había volcado a la militancia en el Partido Popular a partir de la campaña del propio Lombardo a la Presidencia de la República en 1952, pero desde 1955, el grupo al que se vinculó, encabezado por Enrique Ramírez y Ramírez, se había distanciado del antaño líder continental del movimiento obrero, hasta que acabó excluido del partido. La necesidad de subsistencia lo llevó a adoptar al periodismo como su vocación definitiva.

Crecí, así, en una familia muy politizada y de izquierda. El entorno amistoso de mi padre estaba formado por periodistas y escritores formados en la militancia comunista, aunque alejados de la matriz del PCM. Además de Ramírez, por mi casa de la infancia pasaron José Revueltas, José Alvarado, Rodolfo Dorantes, Luis Arenal, Macrina Rabadán, Sadot Fabila, entre otros personajes, y desde muy niño crecía escuchando las conversaciones, con frecuencia acaloradas, sobre los acontecimientos de aquellos tiempos. La revolución cubana siempre estaba ahí, como tema recurrente, apasionante: su relación con el gobierno de López Mateos o, después, con el de Díaz Ordaz, los conflictos entre el castrismo y el Partido Socialista Popular –nombre adoptado por los comunistas en Cuba en los tiempos previos a la revolución– las primeras purgas, el “bloqueo” y demás. Recuerdo también una borrachera en la que, ya de madrugada, mi padre, junto a Pepe Carreño y otros amigos, bailaba chocarreramente al ¿son? de la voz de Fidel Castro, que salía del tocadiscos donde giraba un LP con la Segunda Declaración de la Habana.

Mi padre fue solo una vez a Cuba, en 1968, invitado a la celebración del 26 de julio en Santa Clara. Iba con él Adolfo Sánchez Rebolledo, quien años después se convertiría en presencia indispensable de mi vida intelectual y política. Por los reportes publicados por Granma cuando el régimen cubano expulsó a Humberto Carrillo Colón –el agregado de prensa de la embajada mexicana en La Habana, acusado de agente de la CIA, pero que mucho más probablemente espiaba para el gobierno de Díaz Ordaz a los mexicanos que visitaban la isla– me enteré que en ese viaje Javier no mostró entusiasmo alguno por lo que veía y mantuvo una actitud escéptica. Ateo no por conversión sino por formación, nunca le rindió culto a dios alguno, ni celestial ni terrenal, así que la devoción al gran líder no le conmovió.

Mi adolescencia, en la década de 1970, estuvo rodeada de los exiliados de la izquierda sudamericana a los que el periódico El Día, en el que trabajaba mi padre, les abrió las puertas. Fueron los tiempos de peñas y cantos revolucionarios cargados de esperanza derrotada, pero con Cuba como bálsamo. Aunque algo supe del caso Padilla, la crítica a lo que pasaba en la isla no era habitual en mi entorno. Cuba era la excepción en el páramo latinoamericano de dictaduras cruentas; era el ejemplo de dignidad frente a la arrogancia imperial, el foco de resistencia. Playa Girón como hito y como posibilidad.

Desde luego, para mi generación universitaria Fidel vibraba en la montaña. El grupo de teatro estudiantil en el que participé se conmovía con las canciones de la “nueva trova” y se agitaba con las consignas revolucionarias que en esos años se cargaban de nuevo de sentido en Nicaragua. Y, por fin, el primer viaje a la tierra prometida para el Festival Mundial de la Juventud de 1978, aquel montaje de una suerte de Disneylandia socialista hecho con dinero soviético para mostrar la cara de una revolución pujante.

Ahí comenzó también mi distanciamiento. Detrás de la escenografía de cartón–piedra de la revolución gloriosa y alegre se vislumbraban las sombras de la opresión, de la tristeza, de la grisura de un proyecto que se encontraba entonces en la cima más alta de su historia. El fuerte cerco policiaco que nos aislaba a los turistas revolucionarios de la realidad cotidiana de una sociedad disfrazada para la ocasión.

No fue entonces, sino un par de años después, cuando mi primera militancia me llevó a participar en la Cruzada Nacional de Alfabetización emprendida por la recién triunfante revolución nicaragüense, a imagen y semejanza de la campaña cubana de dos décadas antes, cuando mi ideal revolucionario comenzó a desmoronarse, ante la realidad del supuesto hombre nuevo encarnado en militantes abusivos y depredadores.

Fue a mi regreso de la experiencia nicaragüense cuando comencé a buscar reflexiones críticas sobre el credo socialista revolucionario, aunque ya antes había tenido contacto con los planteamientos eurocomunistas de Enrico Berlinguer –sobre todo su texto sobre la tragedia chilena– pero con la distancia marcada por la creencia en la ortodoxia. Para el año siguiente, cuando fui expulsado del Partido Socialista de los Trabajadores, ya había comenzado a considerar al proyecto comunista no como una eutopía a la que debíamos aspirar, sino como una distopía aterradora. Me molestaba ya que mientras en México estábamos buscando la ampliación de las libertades democráticas, el sufragio efectivo y la competencia pluripartidista, muchos de mis compañeros que aquí se indignaban por los abusos policiacos, los desaparecidos de la guerra sucia, el control oficial de la información televisada y el fraude electoral, vieran con admiración a Cuba y voltearan la cara a su régimen monolítico, sus purgas a los disidentes, su falta de libertad de expresión, su prensa única y las limitaciones a la movilidad de sus ciudadanos.

Entonces todavía podían argüir que mucho de lo que nos decían los medios sobre Cuba era producto de la propaganda imperialista, en aquellos años de la Guerra Fría, cuando Ronald Reagan la había emprendido contra el “imperio del mal” soviético. Sin embargo, ya sabíamos suficiente. Después vino Reinaldo Arenas, el caso Ochoa, en 1989, y el desmoronamiento soviético que dio paso al período especial, cuando todas las miserias del régimen cubano se mostraron sin el ropaje embellecedor de la ayuda soviética.

Una dictadura sin paliativos, enmascarada en sus supuestos logros sociales que, sin embargo, no resisten un análisis serio, pues de poco sirve una educación generalizada en si solo se pueden leer los textos autorizados por el régimen, ni una igualdad basada en la subsistencia de la cartilla de racionamiento, mientras toda crítica, toda disidencia es acosada y silenciada y los incentivos para prostituirse son mucho mayores a los de cualquier actividad productiva. En la hora de la muerte de Fidel Castro sigo sin entender la defensa emocionada de su legado que hacen en México muchos de quienes, conmigo, luchan por la democracia, los derechos humanos y las libertades, cuando en realidad encarnó en su tierra todo los que aquí denostamos. La única explicación que encuentro es la nostalgia por un provenir que nunca ocurrió.