Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
28/11/2016
Sólo las grandes frases definen a los grandes personajes. A Fidel Castro Ruz, a la hora de su fallecimiento, se le han dedicado contundentes expresiones. Una de las más precisas ocupó antier el encabezado de este diario: Murió el último mito del Siglo XX. El mito es algo extraordinario, fabuloso, ejemplar y memorable. Pero también es aquello que resulta sobredimensionado, fastuoso y falso (me apoyo en el Diccionario de mitos de Carlos García Gual para describir esa contradicción).
Al reverso de su haz luminoso, transformador, épico incluso, revolucionario por antonomasia, Fidel Castro tuvo un envés oscuro, intolerante, conservador, autoritario. No hay perfil heroico sin contraparte. Castro, que desde joven hablaba pensando en El Porvenir, construyó su propio mito al adjudicarse un papel sobresaliente en la historia y fraguó él mismo, con sus acciones y omisiones, el perfil desfavorable que le acompañó sobre todo en sus últimas décadas.
Fidel Castro encabezó, y luego usufructuó, un movimiento político que conmovió al mundo entero, pero muy especialmente a Latinoamérica, al enfrentarse a la soberbia del imperio estadounidense. Cuando aquel batallador David barbudo e insolente, parapetado en un discurso justiciero, desafió al Goliat capitalista, se ganó el corazón de millones. A pesar de sanciones y represalias, Cuba conquistó y defendió su soberanía. Los cubanos alcanzaron niveles de bienestar capaces de competir, y a veces superar, a los más altos de la región. El costo fue el sacrificio de sus libertades. No tenía por qué haber sido así. Pero cuando Fidel y los suyos decidieron que en la isla no habría más ruta que la suya, los cubanos quedaron entrampados entre los amagos del imperio y la forzada obediencia impuesta por la Revolución.
Fidel Castro padeció, pero además propició, el enfrentamiento de concepciones polarizadas frente a las cuales todos sus partidarios, y conciudadanos, tuvieron que definirse. Ante el bloqueo económico, el sacrificio patriótico. Contra la hegemonía estadounidense, la alianza con la URSS. Ante el capitalismo y sus mercados, la estatización ilimitada. Ante el auge de las derechas, la promoción de lo que en La Habana entendían por izquierda. Ante el imperialismo cultural, una estética militante. Contra la información trasnacional, la uniformidad y censura de los medios cubanos. Ante la posible infiltración del adversario el hermetismo y la desconfianza de la sociedad cubana, la cultura de la delación, la promoción del miedo. Contra las amenazas yanquis, la unidad forzosa de los cubanos y, para que eso fuera posible, la persecución de cualquier expresión disidente.
El gran Eliseo Alberto, en su desgarrador Informe contra mí mismo, entendió con claridad esa dicotomía del caudillo cubano: “Para él la única razón del mando es la victoria irreversible de una idea sobre otra, de un hombre a costa de otro, de un país contra otro”. En la concepción política de Fidel Castro no caben la diversidad y mucho menos la conciliación entre posturas diferentes. Por eso, según recuerda Andrés Oppenheimer, para Castro la democracia tal y como se le entiende en Occidente, “la democracia burguesa, es una basura completa”.
Fidel Castro siempre encontró adversarios frente a los cuales se definió y exigió disciplina a los suyos: Batista y los terratenientes, Kennedy y Nixon, el Imperialismo, el bloqueo, los atentados en su contra, el fin de la bipolaridad entre Estados Unidos y Rusia. No era para menos su desconfianza. Pero cuando no los tuvo, él mismo se procuró antagonistas y obligó a sus compatriotas a compartir cada una de esas animosidades: los cubanos que salieron de la isla, la música y el cine occidentales, los homosexuales, los cubanos con opiniones políticas distintas a las suyas. Durante décadas Cuba permaneció aislada respecto de la creación artística y el pensamiento intelectual en buena parte del mundo. Y por muchos años las cárceles del régimen castrista estuvieron repletas de periodistas, artistas y de personas con preferencias sexuales distintas a las que el gobierno admitía. En no pocas ocasiones bastaban las sospechas de los vecinos, siempre a su vez temerosos de los comisarios del barrio, para meter a la cárcel a una persona.
La situación en Cuba no siempre fue así, o esas expresiones dictatoriales no eran tan evidentes como resultó más tarde. En sus inicios la revolución cubana era, antes que nada, retadora y alegre. Fidel Castro, emblema y caudillo de ese movimiento, parecía ser la comprobación de que la utopía revolucionaria se podía alcanzar. ¿Cómo no entusiasmarse con promesas como las que anunció Fidel en aquella Primera Declaración de La Habana, en septiembre de 1960, en respuesta a la manipulada condena de la OEA?: “En la lucha por esa América Latina liberada, frente a las voces obedientes de quienes usurpan su representación oficial, surge ahora, con potencia invencible, la voz genuina de los pueblos…”
La retórica ampulosa pero alentadora de la revolución cubana, sus emblemas de cambio, su cultura incluso a pesar de la cargante cursilería en canciones y películas y no obstante el preocupante culto a la personalidad, persuadió a legiones de latinoamericanos. En México, Fidel y su revolución fueron ejemplo de arrojo delante del vecino yanqui.
En abril de 1961 un grupo de mercenarios, pagados por Estados Unidos, desembarca en Playa Girón con el propósito de invadir Cuba. La indignación en México se expresa en las calles y, en el Zócalo, el general Lázaro Cárdenas se trepa encima de un automóvil para dirigirse a la multitud. Las agresiones contra Cuba multiplican la adhesión de los mexicanos. En aquel mitin estaba presente Adolfo Sánchez Rebolledo, que luego sería un destacado analista político y hombre de izquierdas pero que entonces acababa de cumplir 19 años. Medio siglo después, al recordar ese episodio, escribiría: “Cuba es, para una parte de mi generación, el espejo en el que se reconoce el futuro deseable, pero es también, y sobre todas las cosas, un desafío de orden ético contra los convencionalismos políticos de la época”.
¿Cómo no iba a ser tal espejo y desafío, si frente a la esclerosis del régimen mexicano en aquellos años 60 contrastaba la vitalidad de la revolución cubana? El problema entre otros fue que, ya en el poder, Castro encontró en las agresiones, reales o impostadas, el pretexto para mantenerse allí. Cerrar filas, resistir, ensimismarse, se convirtieron en actitudes de un régimen que de la revolución sólo conservó una retórica epopéyica pero que, en la práctica, fue ideológicamente conservador.
En palabras, otra vez, de Eliseo Alberto: “Las revoluciones no pueden ni deben ser eternas porque acaban acorralándose en sus rediles”. En Cuba el acceso a la salud y la educación es más amplio que en otros países de la región. Pero las restricciones al consumo y la abolición de libertades políticas da cuenta de las insuficiencias y las inseguridades de un gobierno que, en cada acción autoritaria, le da la espalda a su pueblo.
La aversión de Fidel Castro a la democracia fue una forma de manifestar su desconfianza a ese pueblo. Su perpetuación en el poder (que dejó sólo para ser relevado por su hermano), la complicidad con otros gobernantes autoritarios como Chávez y Maduro, su atávica resistencia al cambio, hicieron de él la expresión de lo que combatía medio siglo antes.
En agosto de 1956, cuando estaba en México preparando la expedición del Granma, Fidel Castro escribió una carta a la revista Bohemia de Cuba para rechazar versiones, publicadas allí, sobre una supuesta vinculación suya con la dictadura de Leónidas Trujillo en República Dominicana. Al refutar esa calumnia recordó las similitudes entre el régimen dominicano y el de la Cuba de esos años:
“En Cuba, como en Santo Domingo, hay un dictador; en Cuba, como en Santo Domingo, hay un régimen que se sostiene a viva fuerza; en Cuba, como en Santo Domingo, las elecciones son una farsa inmunda sin garantía alguna para los adversarios del régimen; en Cuba como en Santo Domingo una camarilla adulona, rapaz y ambiciosa disfruta todos los cargos del Estado, las provincias y los municipios, enriqueciéndose a manos llenas; en Cuba como en Santo Domingo el amo quita y pone mandatarios, gobierna desde su finca particular y sienta a un criado suyo en la silla presidencial; en Cuba como en Santo Domingo impera el terror y la represión, los hogares son allanados a media noche… en Cuba, como en Santo Domingo, se prohíben las manifestaciones cívicas, se censura la prensa, se apalean periodistas y se clausuran periódicos; en Cuba como en Santo Domingo se castiga con plan de machete a los infelices guajiros, se reprimen a culatazos las protestas obreras y se arrebatan a los humildes los derechos más elementales”.
En la Cuba del Siglo XXI, como en la Dominicana de hace seis décadas, se conocen muchas de esas arbitrariedades que el joven Fidel Castro señalaba con tanto brío. Fue un revolucionario y un dictador. Fue un estadista astuto a la vez que un dirigente atrabiliario. No quiso entender que la justicia es incompleta cuando está disociada de la libertad. Esa es la lección que les toca poner en práctica a los cubanos de las nuevas generaciones, que aprenderán pronto a vivir sin Fidel, aunque lo más difícil será reedificar a su país sobre los cimientos de una revolución hace tiempo vencida por los excesos de quienes la hicieron pero cuyos logros sociales querrán mantener.
Fidel Castro, al pronunciar aquella célebre autodefensa en Santiago de Cuba cuando iba a ser juzgado en octubre de 1953, se ufanó de marchar con el sentido de la historia. Olvidó, o no quiso admitir, que la historia nunca absuelve. La historia recuerda, explica, advierte y puede ser entendida y recuperada, o no. Pero los acontecimientos históricos, y los juicios que se derivan de ellos, los hacen las personas y los pueblos. En Cuba, Fidel Castro y su pueblo lograron una epopeya hace seis décadas y perseveraron para mantenerla. Luego ese dirigente siguió su propio camino y el pueblo fue pretexto, destinatario o víctima de sus decisiones. La historia no absuelve.