Ciro Murayama
La Jornada
01/07/2015
El 7 de junio acudieron a las urnas 39 millones 872 mil 757 ciudadanos a ejercer su derecho al voto para decidir la conformación de la Cámara de Diputados. Además, en 16 entidades de la República se renovaron los congresos locales y los ayuntamientos, y en nueve más se eligió también la gubernatura. Se trata de la elección intermedia con mayor participación ciudadana (48 por ciento) en lo que va del siglo, lo que permite confirmar que la sociedad mexicana reivindicó la vía del sufragio, pacífica y civilizada, como la única para decidir quién gobierna y ocupa los puestos de representación popular.
En distintos estados la celebración de los comicios enfrentó desafíos inéditos. Aun así, en Chiapas votó 45 por ciento del listado nominal, en Guerrero 56 por ciento, en Michoacán 53.65 por ciento y en Oaxaca 41.82 por ciento.
Las informaciones acerca de los obstáculos a la organización son públicas y no tiene caso extenderse en su descripción, pero me permito subrayar un aspecto que no puede pasarse por alto: la disposición a boicotear el proceso electoral no fue una actitud aislada ni la expresión reconocible de un grupo marginal, sino un planteamiento político de mayor alcance que desde el comienzo se enlazó con una amplia agenda de acciones y movilizaciones, aun cuando el tema principal de esa agenda no fue la cuestión electoral. El INE no criticó en momento alguno las razones de quienes lo atacaron amparados en el malestar social o en las carencias insultantes de los más pobres, pero la pregunta que sigue es si una organización gremial o política, por muy fuerte y representativa que se considere, puede actuar contra un proceso electoral sustentado en la Constitución.
Frente a las agresiones a sus instalaciones, el INE siempre tuvo como respuesta la voluntad de hacer todo lo humanamente a su alcance para realizar los comicios conforme a la ley y sin arriesgar la vida o la seguridad de los electores y los funcionarios.
La Jornada dedica su editorial de ayer, titulado Murayama: exabrupto inadmisible, a una afirmación mía sobre el daño e incluso la destrucción violenta de 31 módulos de atención ciudadana del Instituto Nacional Electoral (INE). El editorial afirma que mis aseveraciones “sientan un precedente peligroso de confusión entre actos de protesta social –así sea por vías reprobables– y criminalidad”. Cabe decir que nunca me he manifestado contra la protesta social, pues soy de la firme opinión de que el reclamo ciudadano es indispensable para la reproducción de la vida democrática. Pero estoy también convencido de que la protesta social legítima jamás hace uso de la violencia ni acude al atropello de derechos humanos fundamentales, como es el del voto. En los módulos de atención ciudadana del INE, sobre todo en las entidades más pobres del país, se brinda un servicio fundamental para los ciudadanos: entregarles, sin cobro alguno, una identificación oficial.
Quemar instalaciones, robar o destruir equipo de cómputo y fotográfico que es patrimonio público, pagado con los impuestos de los mexicanos, no contribuye a la legitimidad de causa alguna. Tampoco lo es acosar y perseguir a los trabajadores del INE que sólo cumplen con su responsabilidad laboral. La historia muestra que no es válida la coartada de que el fin justifica los medios. Tales destrozos, más allá de lesionar el patrimonio de una institución de la nación, afectan directamente a la gente que recibe el servicio público de obtener su credencial.
Deben ser bienvenidas la protesta y la crítica, ya que son savia para construir un país menos desigual e injusto. Inadmisibles resultan la violencia, la amenaza hacia los funcionarios de casilla y trabajadores del INE por el mero hecho de cumplir con su tarea, así como el amedrentamiento a los ciudadanos que son poseedores de un derecho que nadie puede pretender arrebatar: el del sufragio, del que depende el ejercicio de la soberanía popular.