Temas sobre Gobernabilidad
El laberinto de la gobernabilidad (y III) * Ricardo Becerra la crónica de hoy 21/11/2005
Gobernar, en condiciones pluralistas, equivale a “una fuerte y abundante ingestión de ranas y de sapos” (Hans Magnus Enzensberger. Zigzag. Anagrama, 1999). Es decir: equivale a tragarse todas y cada una de las descalificaciones que se profirieron contra el adversario en la campaña electoral; sentarse con el odiado contrincante y dialogar; pedir anuencia, comprensión y, humildemente, solicitar acuerdos; ceder en temas que resultan caros; atender peticiones del malquisto opositor; deformar muchos de los propósitos centrales; colocar en el gobierno propio a figuras que antes fueron inaceptables; convivir y votar, hombro con hombro, con los diputados que en otro tiempo se combatieron y estar dispuesto a consultar todos los días las decisiones gubernamentales con los rivales históricos.
Plásticamente, esto es lo que significa “compartir el poder”. Es una estación política totalmente nueva, nunca antes experimentada en la historia nacional y, por tanto, una forma impensada e inimaginada por los políticos de México. Es un estadio político más sinuoso, exasperante y, también, más sofisticado. Pero la situación real de México lo exige hoy y lo exigirá mañana. Como describe agudamente Enzensberger: “…la democracia plural de partidos… significa gobernar con palancas que nunca están bien aceitadas; sin poseer una autoridad indiscutida sino al contrario, permanentemente cuestionada por los partidos rivales; significa gobernar hablando incesantemente con los que nos desagradan; significa gobernar concediendo y deformando nuestros propósitos originales; significa gobernar buscando los votos y la aprobación de gentes que a menudo despreciamos… pactando con quien no queremos” (pp. 109).
Precisamente este es nuestro escenario contemporáneo: la falta de mayoría en el Congreso y un mapa federal dividido, multicolor en los gobiernos locales y municipales. No se trata de una coyuntura, ni de una casualidad transitoria producto de un mal momento electoral; al contrario: es el dato permanente de la democracia mexicana. Ya lo habíamos señalado: desde 1997, y tercamente, en los años 2000 y 2003, la ecuación electoral arroja un gobierno sin mayoría absoluta. Y si hiciéramos la proyección de las últimas encuestas (PRD 34%, PRI 30%, PAN 28%, y Verde 5%), el Congreso volvería a configurar una representación dividida y, por tanto, un gobierno —ahora perredista— limitado en sus posibilidades de acción. No es que el Presidente no pueda actuar y aún realizar proyectos importantes; es que para ejecutar una serie de reformas duraderas, un viraje en la legalidad y la institucionalidad del país, tendrá que buscar un partido aliado que le otorgue los votos suficientes en el Congreso, y eso implica compartir el poder.
Pero la cosa es más seria: la simple gobernación normal (aprobar el presupuesto, por ejemplo) estará amenazada y complicada siempre por los otros partidos que, sumados, forjan una mayoría desafiante al Ejecutivo. Es la historia de los últimos ocho años: a falta de compromisos de mayor calado, tenemos un gobierno sujeto a los vaivenes del momento político, reactivo, a la defensiva, sin el apoyo legislativo y político para sostener una iniciativa de importancia. Pero para armar una coalición de gobierno se requiere superar un primer obstáculo: imaginar que es posible, legítimo y necesario pactar un gobierno de compromiso. Y no es lo más importante. Un Presidente con un Congreso mayoritariamente adverso debe convencer a la opinión pública de la necesidad de esa coalición y convencer a sus propias bases de la urgencia, tragar sapos de cualquier tamaño y dormir todos los días del gobierno al lado del enemigo.
Realizar esta operación —que bien podríamos llamar, histórica—requiere de un salto mental y político de la mayor importancia. Las bases sociales de los partidos más grandes (PRD, PAN, PRI) no parecen preparadas para encarar ese desafío, pero tampoco las dirigencias ni los líderes, y menos aún los candidatos. Hacia las elecciones del 2006, mi único vaticinio es éste: que ninguno de los partidos obtendrá mayoría congresual, que gobernar sin mayoría volverá a ser el pan de cada día, que para resolver el acertijo, es preciso arriesgar un tipo de coalición inexplorada en nuestra historia política. El mundo democrático, pluralista, tiene muchos ejemplos que nos señalan el camino: aprender a compartir el poder, es la clave para salir de nuestro laberinto de la gobernabilidad.
El laberinto de la gobernabilidad (II) *Ricardo Becerra La crónica de hoy 25/11/2005
Se imaginan un gobierno de coalición entre Andrés Manuel López Obrador y el PRI? O ¿Entre la izquierda y Acción Nacional? O, explícitamente, ¿entre el PAN de Felipe Calderón y el Revolucionario Institucional? ¿Es esto una pura chifladura? ¿Es imposible? ¿No se puede siquiera concebir? Pues bien: sostengo que esa es una de nuestras obligaciones políticas e intelectuales: empezar a imaginar cómo hacer cierta y practicable una alianza de dos grandes partidos enfrentados en el gobierno, para el México posterior al año 2006. ¿Por qué estamos obligados a pensar en esa posibilidad? Porque ese es el cogollo de la política contemporánea, acaso, el dato estructural más firme y duradero de la recién nacida democracia mexicana. Ya en 1988, el electorado le quitó al PRI —entonces hegemónico y dominando el gobierno— la capacidad para emprender reformas constitucionales por sí solo.
Más tarde (1997), de manera categórica, también le quitó la capacidad para emitir modificaciones legales merced a una composición así: 239 diputados para el PRI y 261 para el resto de los partidos que se coaligaron para formar el “bloque opositor”. Luego, en el año 2000, a pesar de la victoria del PAN para la Presidencia, la tendencia se confirmaría: 206 diputados para Acción Nacional, 211 para el PRI y apenas 50 para el PRD. En el 2003 la cosa no haría más que subrayarse: el partido del gobierno retrocedió hasta 148 diputados, el PRI creció hasta 223 y el PRD casi duplica el número de sus diputados para llegar a 97. ¿Moraleja? Que el país se mueve entre tres fuerzas, que éstas suelen permutar y que el partido ganador de las elecciones presidenciales no ha podido obtener —por una, dos, tres veces— la mayoría legislativa. Es hora de ajustar las anteojeras: quizás el dato más importante y duradero de la nueva democracia mexicana no sea la alternancia en el ejecutivo; tal vez, lo más definitivo sea la ausencia de mayoría legislativa, el hecho de que el Presidente en turno —sea el que sea— no cuenta ni contará por mucho tiempo con los votos suficientes en el Congreso para impulsar su programa de gobierno. Todo apunta a que esta tendencia estructural volverá a repetirse en el año 2006, ¿y qué ocurrirá? Si nuestra clase política no aprende, si no es capaz de extraer las lecciones básicas de la post-transición, viviremos una nueva versión —más o menos frustrante, más o menos paralizada— del sexenio foxista.
Pero si cambian las cosas, si es capaz de abandonar el libreto de la era política anterior, entonces México sería testigo de un proceso inédito, pluralista, propiamente democrático: la forja de una mayoría legislativa entre partidos tradicionalmente enfrentados para poder gobernar. Allí está el cambio más importante, el hecho político que ante los ojos de todos, abriría una nueva época en México: compartir el poder. Esa construcción política, absolutamente nueva e inexplorada en nuestra historia, tendría tres requisitos: El acercamiento serio, sistemático y programático entre el parido en el gobierno y alguno de los grandes partidos opositores. Una vez iniciado el acercamiento, redefinir de manera conjunta las prioridades y el programa mismo de gobierno. Asegurar los votos de los diputados del o de los partidos aliados, comprometiendo al mismo tiempo determinadas carteras en el gobierno federal. Típicamente, ésta es la sencilla fórmula de manual bajo la cual funcionan los gobiernos presidencialistas, y sobre todo, los semipresidenciales: una alianza legislativa con reflejo en el gabinete que impulsa un programa de gobierno común. No hay popularidad ni capital político que valga, si no se sabe crear esa nueva coalición.
En ausencia de esa gran operación, México seguirá dando vueltas a la noria sin atreverse a salir de su adolescencia democrática, (contestataria, impugnadora, dividida) sin cuajar las grandes reformas necesarias, sin despegar su crecimiento económico, sin mejorar la distribución de la riqueza, ni la reforma del Estado, ni las grandes obras de actualización en los muchos campos necesarios. Pero adentrarnos de lleno en la experiencia de la gobernabilidad democrática, implica dejar atrás el discurso y la ideología de “la transición” y estar dispuesto a vivir un escenario nuevo de alianzas, negociaciones y pactos entre fuerzas normales, legítimas e iguales. El México pluralista no podrá ser gobernado si no es mediante un pacto entre dos de las tres fuerzas principales, y eso implica una decisión de acuerdo, una amplísima ingesta de sapos y ranas para comprometer al adversario que se quiere en la coalición. Esa será la señal inequívoca de que México ha entrado a una nueva edad de su política…
El laberinto de la gobernabilidad (I) *Ricardo Becerra La cronica de hoy 7/11/2005