Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
26/02/2018
A los 55 años, a comienzos del 2000, Napoleón Gómez Urrutia había decidido permanecer al margen de los asuntos sindicales. Su padre, Napoleón Gómez Sada, era uno de los líderes obreros más influyentes y llevaba cuatro décadas al frente del Sindicato Minero Metalúrgico. Gómez Urrutia había estudiado Economía en la UNAM, en donde en 1968 presentó una tesis sobre “Política monetaria y equilibrio externo”. Hizo cursos de posgrado en Oxford y Berlín. A mediados de los años 70 trabajó en las secretarías del Patrimonio Nacional y de Programación y Presupuesto y entre 1979 y 1982 dirigió la Casa de Moneda. Luego creó una empresa de consultoría llamada Grupo Zeta.
En el año 2000, su padre decidió colocarlo al frente del sindicato. Gómez Urrutia, al menos de manera pública, no había buscado esa designación. No tenía un cargo en el sindicato y jamás trabajó en empresas mineras. El Sindicato Minero, simplemente, no le interesaba. Su padre, Gómez Sada, era un líder oficialista pero a diferencia de otros dirigentes charros, como se denominaba a los caciques del sindicalismo antidemocrático, propiciaba que en el Minero hubiera un relativo respeto a los estatutos internos. Esos estatutos indicaban que para ser dirigente se requería una antigüedad sindical de al menos cinco años.
A Gómez Urrutia le inventaron una membresía sindical en la sección 120 en La Ciénega, Durango. Sin embargo esa sección fue registrada en septiembre de 1995, de tal suerte que el hijo del líder nacional no contaba con la antigüedad estatutaria. Ésa fue una de las causas para que en mayo de 2000, cuando Gómez Urrutia acababa de cumplir 56 años, la Secretaría del Trabajo le negase el registro como secretario general suplente.
Gómez Sada tenía 86 años y estaba enfermo. Algunos dirigentes del Minero, que esperaban reemplazarlo, se inconformaron con la imposición de su hijo y fueron expulsados del sindicato. Entre ellos se encontraba Elías Morales, presidente del Consejo de Vigilancia. Cuando Gómez Sada murió, el 11 de octubre de 2001, Gómez Urrutia quedó al frente del Minero Metalúrgico.
Además del cargo, Gómez Sada heredó, como dirigente del sindicato, un fondo equivalente al 5 por ciento de las acciones de la mina de cobre Cananea, que su padre había negociado en 1990, cuando esa empresa fue privatizada y vendida al Grupo México. Los propietarios de ese consorcio, encabezados por el empresario Germán Larrea, se habían negado a pagarle al sindicato el importe de las acciones. Gómez Urrutia demandó ese pago primero con demandas judiciales y luego, presionando con huelgas y paros en las minas del Grupo México. En 2004 esos recursos tuvieron éxito y Gómez Urrutia consiguió que el consorcio colocara 55 millones de dólares en un fideicomiso.
En un espléndido recuento de aquel episodio, Luis Emilio Giménez Cacho (Nexos, agosto de 2006) escribió que ese convenio: “Dejaba en manos del titular del sindicato el control total sobre el fideicomiso, la definición de los trabajadores que tendrían derecho a recibir sus beneficios y la facultad de determinar los costos y gastos legales de 15 años de querellas que habrían de cargarse al mismo fondo. Cuatro meses más tarde Gómez Urrutia resolvía con sus plenos poderes cancelar el fideicomiso y traspasar los fondos al sindicato”.
De esos 55 millones de dólares, Gómez Urrutia distribuyó 22 millones entre los trabajadores de Cananea. Los 33 millones de dólares restantes “los repartió en cuentas privadas a su nombre y de parientes”, de acuerdo con documentos publicados por el periodista Martín Moreno. En sus libros Los demonios del sindicalismo mexicano y Abuso de poder en México, ese informador y conductor radiofónico reconstruye la tortuosa ruta de aquel dinero.
Los fondos, inicialmente colocados en un fideicomiso en Scotiabank Inverlat, fueron trasladados a una cuenta en Bancomer y, de allí, entre 2004 y 2006, pasaron por 17 instituciones bancarias y financieras en México, Nueva York, Houston, McAllen, San Francisco, Estambul y Suiza para llegar a cuentas bancarias de la esposa y dos hijos de Gómez Urrutia, así como del tesorero del sindicato y otras personas.
Las irregularidades en el destino de ese dinero fueron motivo para que Elías Morales, el líder destituido para imponer a Gómez Urrutia, presentara una demanda por delitos patrimoniales. Las vicisitudes de Gómez aumentaron cuando, el 17 de febrero de 2006, la Secretaría del Trabajo lo desconoció y dictaminó que el secretario general era Morales. El gobierno federal actuó en ese caso con una diligencia que no suele tener en la atención a los diferendos sindicales. Era evidente que la administración del presidente Vicente Fox tomaba partido a favor de los adversarios de Gómez Urrutia, que no eran únicamente los dirigentes desplazados de la cúpula sindical, sino antes que nadie, los propietarios del Grupo México o Industrial Minera México, que se quejaban constantemente de los paros y las exigencias del líder así destituido. Con el aval de la Secretaría del Trabajo, Morales y los suyos ocuparon por la fuerza las oficinas del sindicato.
Dos días después, el 19 de febrero, ocurrió la tragedia en Pasta de Conchos, en Coahuila, cuando 65 mineros quedaron atrapados al derrumbarse varios túneles. Esa mina de carbón es propiedad de Industrial Minera México. Gómez Urrutia responsabilizó de esa catástrofe a la empresa por no cumplir con las medidas de seguridad necesarias. Sin embargo los familiares de los mineros que fallecieron consideran que también el sindicato tuvo la culpa, porque avaló la carencia de esas medidas, entre otras la falta de ventilación para que no se acumulara el gas metano que finalmente explotó.
Ante las acusaciones por malos manejos financieros y cuando aún persistía la conmoción por la muerte de los 65 trabajadores de Pasta de Conchos —de quienes sólo se pudieron rescatar dos cadáveres— el 18 de marzo de 2006 Gómez Urrutia se fue a refugiar a Canadá. En abril del siguiente año, un Tribunal Colegiado ordenó a la Secretaría del Trabajo retirar el reconocimiento a Elías Morales porque, según se dijo, las firmas de su toma de nota como secretario general habían sido falsificadas. Aunque recuperó formalmente el mando del sindicato, Gómez Urrutia siguió fuera del país para evitar que se cumplieran las órdenes de aprehensión en su contra.
La mayoría de los dirigentes, y al parecer también la mayoría de los trabajadores del Sindicato Minero, han avalado el manejo que Gómez Urrutia hizo de aquellos 55 millones de dólares y además han respaldado su estancia en Canadá con una constante dotación de recursos. En 2009 se informó que, entre otras inversiones, Gómez Urrutia había comprado la cadena de restaurantes Nuba Group con sede en Vancouver, donde él reside, y que era dirigida por su hijo Ernesto Gómez Casso.
A pesar de sus excesos, Gómez Urrutia conserva el apoyo de núcleos importantes entre los trabajadores mineros y metalúrgicos. Los salarios y las prestaciones que ha podido seguir negociando el sindicato, la habilidad de Gómez para, no obstante su exilio, mantenerse a la cabeza del grupo dirigente e inclusive el acoso del Grupo México y del gobierno que han reforzado el espíritu de cuerpo entre los miembros del sindicato, explican su permanencia como líder nacional.
Una nota en La Jornada, en abril de 2006, recogía opiniones de trabajadores en la Siderúrgica Lázaro Cárdenas, en Michoacán, que estaban en huelga. Acerca de las acusaciones contra Gómez Urrutia, uno de ellos decía: “Dicen que nos robó, ¿pero a mí qué me va a robar si no tengo nada? Si se quiere hacer rico, pues allá él, pero a nosotros nos ha alivianado. Él nos ha dado algo”. Otro más, a las puertas de la planta, justificaba: “¡Yaaaaa, pues si ellos tienen a sus corruptos en el gobierno. Si queremos que el licenciado nos siga robando, como dicen, pues es nuestro gusto, pues!”.
Pero un tercer obrero consideraba, siempre acerca de los manejos financieros de Gómez Urrutia: “Si le encuentran algo, que lo pague”. Las acusaciones judiciales contra ese exiliado líder prosiguieron durante varios años. En 2014, un tribunal colegiado en materia penal resolvió que no había motivos para privarlo de la libertad y que la “extinción” del fideicomiso por 55 millones de dólares fue legal.
Más allá de las nada banales precisiones judiciales, es un hecho que Gómez Urrutia y sus allegados se han beneficiado de cuotas y recursos sindicales. En nada se distingue de la anquilosada burocracia sindical de la que fue parte su padre y que hoy, ya avanzado el siglo XXI, es una de las rémoras más onerosas del sistema político mexicano.
Debido al cierre de empresas, pero también a su desprestigio público, el sindicato que controla Gómez Urrutia tiene cada vez menos fuerza laboral. Hace algunas décadas reunía a 150 mil afiliados, pero hoy cuenta sólo con 33 mil 500. Según los registros de la Secretaría del Trabajo, además de ese sindicato hay otros tres, dos independientes y uno más adherido a la CTM, entre los cuales reúnen a 9 mil 300 trabajadores mineros y metalúrgicos. Esos sindicatos, y otros de menores dimensiones, le disputan constantemente la titularidad de los contratos colectivos a la organización de Gómez Urrutia. Algunos son manejados por las empresas, pero en todo caso los trabajadores votan para adherirse a ellos. Por ejemplo, a fines de 2016 el Sindicato Minero perdió la representación de los mineros de La Herradura en Caborca, Sonora, y en junio pasado perdió el recuento en la Mina La Velardeña, en Durango.
Gómez Urrutia es parte de un sindicalismo reñido con la democracia y ha lucrado, al viejo estilo, con bienes de la organización que ha dirigido, desde el primer día, envuelto en irregularidades. Andrés Manuel López Obrador, cuando trata de justificar la postulación de ese líder sindical para senador por Morena, engaña al decir que “ha sido perseguido y estigmatizado por propaganda oficial y oficiosa”. Su fama pública Gómez Urrutia se la ha ganado durante 18 años día tras día, peso a peso, dólar tras dólar.