Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
16/07/2015
Desde su victoria en las urnas, Syriza se rehusó a seguir el curso dictado por las políticas de austeridad que habían dejado al país en la insolvencia o, en su caso, abandonar el euro, como planteaba Alemania, con sus consecuencias imprevisibles pero no deseadas por los ciudadanos helenos. El nuevo gobierno griego optó por la única salida racional que tenía a su alcance: negociar la inmediata restructuración de la deuda y avanzar en un programa de reformas capaz de fomentar el crecimiento. Fracasó en el intento. Y aunque Wolfgang Schäuble, el ministro alemán de Finanzas, pidió hasta el último minuto que Grecia dejara el euro (sin lograrlo, in extremis, por la oposición de Hollande), sí obtuvo un acuerdo que humilla a su contraparte y pospone todo intento serio de solventar la crisis en profundidad.
El acuerdo permite a Grecia seguir en el euro y obtener un préstamo superior a 80 mil millones de euros, pero a cambio de nuevos sacrificios que aún resultan inconmensurables. Como ya lo han expresado numerosas voces reconocidas, la eurozona es hoy más frágil e insegura, pese a la fortaleza germánica surgida como un poder intocable en un contexto de insuficiencias y carencia de proyecciones hacia el futuro. La unanimidad de los acreedores no sustituye a la confianza de los pueblos ni cancela las opciones que buscan alternativas a la inflexibilidad del orden establecido. La economía está cuestionada pero el problema abarca al conjunto de la vida comunitaria. El acuerdo, señala Paul Krugman, es una traición grotesca de todo lo que el proyecto europeo se suponía que representa. Y eso es lo más grave para el porvenir.
Contra toda esperanza, el nuevo programa obliga a Grecia a cumplir con una agenda recesiva que incluye recortes al gasto social y privatizaciones, leyes antilaborales y una supervisión semicolonial de las instituciones y las reformas, incluyendo la creación de un fondo por 50 mil millones de euros en el cual se retendrán los títulos de las empresas públicas, bienes inmuebles y hasta las ricas costas debidamente recalificadas del litoral griego. No en balde un especialista (Barry Eichengreen) ha escrito que si bien es plausible que Grecia privatice las empresas públicas ineficientes, al gobierno griego se le pide privatizar con una pistola en su cabeza. Esa es, por lo visto, la racionalidad de los acreedores representados por los gobiernos del Consejo Europeo.
En estas condiciones es natural la aparición en Atenas de voces de inquietud y rechazo que, finalmente, podrían cuestionar la autoridad del gobierno de Tsipras para cumplir con los condicionamientos del acuerdo. Eso lo sabremos muy pronto, quizá durante la reunión del Parlamento para aprobar leyes de urgencia. Pero antes, la pregunta obligada es si los representantes helénicos ante Europa podían o debían haber hecho otra cosa, además de no aceptar la salida del euro, que rechazaron abiertamente todos los partidos a excepción de los fascistas. Es obvio que la correlación europea siempre estuvo en contra de Tsipras-Varoufakis y el margen de maniobra se redujo casi hasta extinguirse tras la victoria del referéndum que desató la venganza final de Alemania y sus socios más cercanos. Por eso, un Tsipras cauteloso dijo al final de las agotadoras negociaciones –y para separarse de la idea de derrota que estaba en el aire– que Grecia había obtenido la restructuración de la deuda y un proceso de refinanciación a mediano plazo, tema que, sin embargo, aparece muy diluido en el texto final al conceder posibles medidas adicionales para suavizar el pago de la deuda, incluido el asegurar que las necesidades de financiación se mantengan a un nivel sostenible si fuera necesario, y menciona periodos de gracia y plazos de devolución más largos, pero sin aceptar ni siquiera la propuesta del FMI que no descartaba realizar una quita como parte del ajuste necesario. El resultado enfrió el ánimo en Atenas, pero abrió una rendija en el muro cerrado de la intolerancia.
Retrospectivamente se podrían hacer muchas consideraciones acerca de los aciertos y los errores de Tsipras-Varoufakis, pero la coherencia interna de sus planteamientos estratégicos (el reconocimiento de que la deuda griega es impagable) topó de frente con una resistencia obcecada que va más allá del monto de lo debido y muestra la faceta más preocupante de la ortodoxia dogmática que impera entre los dominantes europeos. Hoy está claro hasta dónde están dispuestos a llegar en la defensa de las llamadas políticas de austeridad, sin tomar en cuenta las demandas objetivas de la sociedad, sobre todo cuando éstas se expresan como un desafío a través de intervenciones políticas no controladas ni manipulables. La grandeza de Syriza, su aportación a la liberación de ese sentido común generado desde los privilegios, consiste en haberle dado la batalla a cara descubierta a quienes al final se comportaban como sus verdugos. Nadie lo había conseguido sin salir de las instituciones o sin caer del gobierno. Por eso la fobia contra Tsipras y sus camaradas proviene de su reivindicación de la democracia en un continente que aún asegura dictar sus reglas.
Como bien lo han expresado Habermas, Stiglitz o Sachs, entre muchos más, la acción de los líderes griegos reivindicó a la política frente a los acreedores, lo cual jamás se lo perdonarán. “El objetivo principal de estos días estriba en hacer pagar a Tsipras la audacia de haberse dirigido –contra el parecer de los autodenominados líderes europeos– al voto popular”, escribe Rossana Rossanda. Se trata de cargar toda la responsabilidad de la situación sobre el radicalismo de Syriza, pero ninguno de sus críticos acepta que su victoria electoral, al decir de Etienne Balibar, hizo “volar en mil pedazos el estereotipo de ‘populismo’ (o de ‘extremismo’, supuestamente confundidos en la misma demagogia y la misma hostilidad de principio a la construcción europea). Tsipras es proeuropeo y está en contra de la política de las finanzas”, lo cual debería estar lejos de ser una contradicción, como quiere Bruselas. Y ese es el punto peligroso para otros países que se ven en el espejo de Grecia. Ignoro cuál será el destino del gobierno de Tsipras, si podrá o no resistir a unos y otros, pero nadie le podrá negar el mérito de haber encabezado la tempestad… que nos alevantó.