Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
03/12/2015
Escribo esta nota mientras transcurren las comparecencias de los aspirantes a ministros de la Suprema Corte ante la Comisión de Justicia del Senado. El espectáculo presenciado a través del canal del Congreso no podría ser más triste. Poco se podía esperar de la capacidad de argumentación de Alejandro Jaime Gómez, burócrata encumbrado a través de las redes políticas de lealtad a las que ha pertenecido, pero lo más lamentable ha sido la pobreza de las exposiciones y las respuestas de las dos primeras candidatas de la terna de mujeres que presentó el Presidente de la República para sustituir a Olga Sánchez Cordero.
Tanto Sara Patricia Orea como Norma Piña pertenecen a la carrera judicial. La primera es magistrada del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, mientras que la segunda es magistrada de un tribunal colegiado federal en materia administrativa. Con esos antecedentes, sería esperable que se tratara de profesionales del derecho con una alta capacitación y con habilidades para enfrentar el reto de la comparecencia y que llegarían bien preparadas a demostrar que su inclusión en la terna estaba justificada. Sin embargo, ninguna de las dos aspirantes demostró tener ni los conocimientos ni la capacidad de argumentación esperable en un juez constitucional.
Sara Patricia Orea tuvo un desempeño que provocaba a ratos vergüenza ajena. Según la Due Process of Law Foundation, en sus Lineamientos para una selección de integrantes de altas cortes de carácter transparente y basada en los méritos, “por la naturaleza del trabajo en una corte suprema o corte constitucional, es imprescindible que un magistrado tenga la capacidad de analizar cuál es la esencia del problema planteado ante la corte. De igual manera, es fundamental que se exprese adecuadamente. Esto significa que debe poseer un alto nivel de razonamiento jurídico y capacidad de análisis, de manera oral y escrita, y que tenga aptitud para expresarse de manera accesible y adecuada, tanto en la comunidad jurídica, como en la sociedad en general”. En este aspecto, la magistrada Orea resultó reprobada desde su primera presentación ante el pleno del Senado y ya ante la comisión simplemente hizo el ridículo. Balbuciente, con sintaxis precaria, sus respuestas carecían de coherencia lógica en sus enunciados. Pero si su expresión fue deficiente, su ignorancia de las materias sobre las que era cuestionada resultó un escándalo.
Según los Lineamientos citados, “otro elemento básico que debe poseer un integrante de una suprema corte es un conocimiento legal altamente competente. La importancia y la complejidad de los casos que resuelven las altas cortes requieren que sus integrantes tengan suficiente conocimiento académico del derecho.” La magistrada Orea no fue capaz de hilar un argumento en el que demostrara conocimiento experto de las materias sobre las que se le cuestionaba. Ni siquiera en temas que han estado en la discusión pública recientemente, como las nuevas atribuciones en materia de transparencia del INAI y los límites de éstas, mostró la magistrada Orea preparación alguna.
No fue mucho mejor la comparecencia de la magistrada Norma Piña. Después de una exposición inicial genérica sobre el papel de la justicia federal en el control de constitucionalidad, Piña comenzó a responder las preguntas de los senadores con generalidades y evasivas. No ayudó al nivel del debate la pobre preparación de los senadores en sus cuestionamientos, por lo que desaprovecharon una y otra vez la posibilidad de replica a las respuestas de la aspirante.
Escribo sin ver las siguientes comparecencias, pero con lo visto me queda una profunda sensación de malestar no sólo respecto al proceso —me parece escandaloso que la Presidencia de la República muestre tan poco respeto por la relevancia de la Corte como para mandar candidaturas de tan bajo nivel— sino por la calidad de los poderes judiciales del país que se muestra a través de sus representantes cuando son sometidos al escrutinio público.
En un Estado constitucional de derecho el poder judicial debe ser integrado por una elite, una suerte de aristocracia de la función pública. El prestigio de los jueces es fundamental para garantizar la legitimidad del orden jurídico, eso que en inglés se llama The rule of lawy que implica la aceptación social del derecho como el marco real de las reglas del juego de una sociedad. Los jueces deben ser referentes sociales respetados y reconocidos, pues de ello depende que la comunidad acepte sus fallos como justos.
En México nunca ha sido así. La sociedad mexicana no profesa por la judicatura el respeto que se le tiene en otras latitudes. Se trata, desde luego, de un reflejo de la experiencia histórica, pues tradicionalmente los jueces en México ha sido tan venales y tan sumisos al poder como el resto de los funcionarios del Estado. La causa de ello radica en el hecho de que, como en el resto de la administración, los criterios de ingreso, promoción y permanencia han sido tradicionalmente de carácter clientelista, por lo que el sistema de incentivos de la judicatura, como del conjunto de la burocracia, ha sido fundamentalmente basado el la disciplina, la lealtad personal y la reciprocidad. Un juez en México, ya sea del fuero común o del orden federal, ha sabido tradicionalmente que para avanzar en su carrera no requiere ser altamente profesional y que sus sentencias sean consideradas sabias y justas, sino que debe responder a las cadenas de favores y reforzar el sistema de protecciones políticas.
La reforma judicial de 1995 pretendió, con la creación del Consejo de la Judicatura, impulsar la profesionalización de los jueces del fuero federal y supuestamente el proceso se iba a replicar en cada una de las judicaturas locales. El concurso de oposición como mecanismo de ingreso a la carrera judicial y las promociones basadas en méritos, junto con un sistema de sanciones claramente establecido, se suponía la base de un proceso de profesionalización que renovaría al poder judicial. Sin embargo, con los ejemplos expuestos en estos días, estamos lejos de tener una judicatura profesionalizada, capaz de enfrentar la reforma judicial con eficacia. Es verdad que la justicia federal ha mejorado algo en su nivel, pero no lo suficiente, mientras que en el fuero común andamos por la calle de la amargura.