Categorías
El debate público

Guardado, el penal y la corrupción

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

30/07/2015

El injusto penal marcado en el último minuto del tiempo regular del partido entre Panamá y México en las semifinales de la Copa Oro, y la decisión de Andrés Guardado de tirarlo con la intención de anotar el gol, ha generado una polémica nacional interesante, a pesar de la nimiedad que resulta un partido de fútbol en medio de la triste circunstancia nacional. Por un lado, los cronistas de televisión en el mismo momento de los hechos —raro en los empleados de las televisoras, tan condescendientes con la mediocridad del fútbol nacional—, muchos de los indignados de siempre en las redes sociales y diversos comentaristas de las páginas editoriales han manifestado su irritación porque el futbolista ejecutó la falta a pesar de que a nadie le cabía la duda de que la decisión arbitral había sido injusta. Por otra parte, no han faltado quienes han defendido a Guardado porque lo que hizo fue jugar los las reglas del juego, que hacen al árbitro del partido la autoridad incontestable en la cancha y aunque sus decisiones sean erradas no son rebatibles. Dos artículos publicados en El Universal, uno de León Krauze y el otro de Mauricio Merino resumen claramente las posiciones polares sobre el tema.

Merino, tal vez el especialista más destacado en temas de corrupción de la academia mexicana, ve en el acto de Guardado un reflejo de la enfermedad ética del país. Al anotar el gol injusto, dice el profesor del CIDE, el jugador actuó como muchos empresarios que tuercen las leyes y pagan mordida para obtener contratos, o como los servidores públicos que se hacen de la vista gorda ante la corrupción por el dinero que perciben. Así, la corrupción es para Merino un problema ético que se resolvería si todos actuáramos de acuerdo con principios y valores morales.

Krauze, en cambio, ve la acción como una conducta apropiada al entorno de reglas del juego: al tirar el gol Guardado hizo lo debido, pues ambos equipos habían aceptado de antemano someterse a las decisiones arbitrales, uno de los principios básicos del reglamento del fútbol asociado. No hubo, pues, una violación ética en la conducta del futbolista, pues actuó dentro del marco reglamentario y sacó una ventaja legítima.

Más allá de lo anecdótico, la polémica es relevante en cuanto plantea dos formas de entender el fenómeno de la corrupción que atenaza al país y que es, sin duda, una de las principales causas del estancamiento económico, la desigualdad y el atraso. Suelo coincidir con Mauricio, he peleado junto a él mil batallas, incluida la cruzada por la rendición de cuentas en la que se ha comprometido, pero no en este caso. La idea que refleja el artículo de Merino es que para combatir la corrupción lo que hay que hacer es emprender un proceso de moralización: los corruptos lo son porque su moral está torcida; de ser así, la solución sería reeditar la renovación moral de la sociedad proclamada por el gobierno de Miguel de la Madrid hace treinta años. La cura del mal sería un asunto educativo o religioso que propagara una ética impoluta en los mexicanos. En el fondo, Merino coincidiría con Peña Nieto en que la corrupción es un asunto cultural.

Creo que Krauze da mejores pistas en este tema. El asunto está en el comportamiento adecuado en un marco institucional (de reglas del juego) dado. La corrupción existe en México de manera generalizada no porque los mexicanos sean más torcidos moralmente que los suecos o los alemanes, sino porque el entorno institucional, las reglas reales del juego (no las escritas, por lo general papel mojado) hacen adecuado, racional, el comportamiento corrupto. El conductor que le da mordida al policía de tránsito no lo hace porque su alma esté carcomida por la degradación moral, sino porque ese es el comportamiento más apropiado para resolver el problema en el que incurrió; negocia su obediencia a la ley directamente con el agente porque esa práctica está institucionalizada y ese es el comportamiento racional en el entorno dado. Si hiciere lo mismo en Berlín o Londres su conducta sería absolutamente irracional, pues ahí el policía no estaría dispuesto a negociar la obediencia de la ley y lo más probable es que el mexicano dispuesto a dar mordida acabare en la cárcel, donde también acabaría el policía de haberse comportado como tamarindo mordelón de la Ciudad de México.

El comportamiento racional no es absoluto; es un mecanismo de adaptación al entorno institucional en el que se actúa y lo que es racional en una sociedad puede ser totalmente irracional en otra. Un amigo mío, arquitecto de rectitud intachable, se pasó tres días tratando de renovar él sólo la tarjeta de circulación de su coche, un modelo antiguo, pero siempre al llegar a la ventanilla se enteraba de que le faltaba un papel distinto. Su comportamiento ético resultaba un despropósito cuando toda la monserga la podía haber resuelto con cien pesos y una sonrisa a la funcionaria que lo atendía.

La corrupción en México es racional porque es la manera adecuada de lidiar con una administración pública clientelista que ha solucionado su problema de agencia otorgándole autonomía relativa a sus empleados para gestionar personalmente las reglas y transar de manera particular la obediencia o la desobediencia de unas leyes concebidas no como las reglas reales del juego sino, precisamente, como fronteras para la negociación. El problema de la corrupción no radica en la moral de los conductores, ni en la de los empresarios o la de los funcionarios, sino en la forma en la que el Estado mexicano ha establecido su relación con toda la sociedad: repartiendo privilegios y protecciones a cambio de rentas o de apoyo político. Es cierto que una ética pública más sólida ayudaría, pero resulta superflua ahí donde la operación estatal implica venta de favores.

Por último, volvamos al fútbol. No me cabe duda de que el árbitro favoreció intencionalmente a México por la cuenta que le traía. Una final de la Copa Oro entre Jamaica y Panamá no hubiera sido tan buen negocio. A todos nos ha quedado claro que la FIFA y particularmente la CONCACAF son instancias altamente corruptas. La conducta del árbitro, como la de Guardado, fue la apropiada de acuerdo a las reglas del juego. La FIFA se ha negado sistemáticamente a cambiar el reglamento para permitir la revisión de las decisiones arbitrales, como se hace ya en casi todos los deportes profesionales, precisamente porque eso le permite manipular los resultados para favorecer al negocio. La conducta de los árbitros, y la de los jugadores que simulan faltas, sería totalmente distinta si en cada partido los entrenadores de los equipos pudieran solicitar un número determinado de revisiones. También ahí, la corrupción es un asunto institucional.