Rolando Cordera Campos
La Jornada
01/03/2015
El nudo no era gordiano pero lo hicimos a golpe de prepotencia y despropósitos. Con la violencia social devenida muerte en Acapulco, no queda sino esperar la prolongación de ambas, violencia y muerte, en escaramuzas cada vez más sangrientas, a la vez que cada día más aisladas de la opinión pública mayoritaria que hasta ahora se ha mostrado lealmente sensible al dolor y la furia de los guerrerenses.
En ese estado, los mexicanos nos jugamos nuestro futuro mediato e inmediato; sería del todo insensato e irresponsable pretender desde y en el poder constituido del Estado cocinar una estrategia de olvido y aislamiento, de blindaje como le empezarán a llamar algunos ocasionados, del resto del país respecto de los caminos del sur que vieron pelear a Morelos y nacer la República con el transitar de don Juan Álvarez y sus pintos.
La tragedia en y de Guerrero se ahonda con los asesinatos de los estudiantes normalistas y otros ciudadanos; desde aquí puede verse como una macabra continuación de la rutina del atraso profundo que, exacerbada por el abuso de poder, ha desembocado en la criminalidad organizada y desfachatada y el derrumbe de cualquier noción mínimamente aceptable de coordinación social y política que haya podido sobrevivir a los atropellos del gobernador Ángel Aguirre. Pero se trata de algo más.
Cuando se lee el Informe de la comisión de la verdad de Guerrero o se toma nota de los análisis memoriosos del doctor Raúl Fernández sobre las estructuras social y del poder que determinaron la movilización social y la insurgencia armada en los años 70 del siglo pasado, tiene que admitirse de que se trata de una larga travesía. Extensa y dolorosa como un calvario recurrente ha sido la ruta seguida por miles de sufridas comunidades, a través del espejo demoledor de jerarquías sustentadas en el poder impune sobre la tierra y la población, así como en su defensa a sangre y fuego.
Todo esto, que es historia viva y vieja, ocurrió ante los ojos impávidos del resto de la nación que, si bien no consintió, sí se resignó a verlo y entenderlo como un fenómeno extraño a la evolución política nacional, cuando no como un resabio extravagante, una historia peculiar, hasta folclórica, de una región excéntrica de la nación.
Así, con el tiempo, Guerrero desapareció del mapa mental y sentimental del resto de los mexicanos para subsumirse en Acapulco el que, más que como puerto de mar y turismo, fue visto y gozado como muestra eficiente de la globalización temprana del país. El bello puerto fue presentado como el botón de lujo del esfuerzo de una oligarquía en formación y ansiosa por dejar pronto atrás su herencia revolucionaria.
Hoy, sin que Acapulco pierda su encanto original, no hay festival de cine ni abierto de tenis que impidan ver las cosas de otro modo. Frente al escenario dantesco de Iguala, Chilpancingo o el Boulevard de las Naciones tiene que hablarse en otra clave de la globalización y en otros términos de los linajes que reproducen el cacicazgo obtuso de Guerrero.
El estado se sumió en la obnubilación cruel de su atraso proverbial, pero a la vez sufrió con crudeza el influjo de otra globalización y de otras formas de ejercer el poder. Se transnacionalizó con el tráfico de drogas y se inscribió en la nueva globalidad, gracias a la siembra y el cultivo industrial, en gran escala, de la amapola y sus complejas formas de dominio y organización social de la producción y transporte del producto.
Con cargo al inmenso lucro y las mil y un complicidades locales, regionales, federales y multinacionales, en Guerrero cambió la forma vernácula de entender y hacer los negocios; se corrompió a unos poderes locales, de por sí debilitados por el propio atraso y la penuria fiscal, y se llevó la colusión del crimen con el poder hasta los límites del Estado nacional y las mojoneras de sus fuerzas del orden y la seguridad.
Estos negocios globales no han dejado títere con cabeza; la corrupción se afirmó como materia prima del enriquecimiento desde el poder. Extendió sus tentáculos a comunidades enteras, a formaciones políticas, jueces y fiscales, hasta conformar una amalgama de miedo y horror que todos los guerrerenses conocen o intuyen y que los poderes del Estado han preferido no tocar o tocar apenas, por miedo a la Caja de Pandora que cualquier acción sustancial de la Federación pueda destapar.
No se va a mover la patria de Galeana por un elemental llamado a recuperar la política normal, propia de la democracia representativa que, bien a bien, nunca ha existido. Se requiere de acciones de Estado dirigidas a una revisión constitucional a fondo de los poderes y las capacidades de la autoridad que pueda constituirse pero, sobre todo, de una magna rehabilitación, respetuosa pero firme y sostenida, del tejido social roto y de una cohesión social e institucional que se hundió bajo el fuego y la estolidez de poderosos y políticos enlodados.
El primer paso obligado para salvar Guerrero y evitar que con él se nos vaya todo el gran sur mexicano, sumido en la pobreza y la ignominiosa tontería del poder irresponsable, es asumir y reconocer el atraso; ni hacerse ni sembrar ilusiones. Fortalecer la democracia con más democracia es y debe ser la consigna maestra; pero entonces tomemos en serio, sin ambages, las condiciones de posibilidad que hay que construir para que ese lema unificador funcione y nos mantenga unidos. Aquí sí que es urgente que, como dijo el presidente Enrique Peña, todos los órdenes de gobierno, sin excepciones, jalen parejo. Insistir en invocar un federalismo salvaje y vacío, eso sí que es nadar de muertito.
Sólo de un empeño como este, para Guerrero y el resto del continente de nuestro atraso, podrá emerger la confianza que el rezago y el abuso del poder se llevaron.