Rolando Cordera Campos
La Jornada
17/05/2015
En 1985 nos dimos cita en Tijuana Pablo Pascual, José Woldenberg, Carlos Tuti Pereyra y Arturo Balderas para dirigirnos a San Quintín y asistir a un congreso de jornaleros organizado por un notable organizador conocido como Benito, arropado y apoyado por la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (Cioac), que encabezaban Ramón Danzós y su siempre recordado y querido lugarteniente José Dolores López, Lolo. Para él y para mí, éste era el final de nuestro papel como diputados federales por el Partido Socialista Unificado de México, y para mi querido Pablo Pascual, el inicio de su gestión como diputado federal por el mismo instituto político.
Nos encaminamos hacia Ensenada en un auto conducido por Arturo Balderas y pronto cruzamos el puerto para enfilarnos a San Quintín. Ahí nos esperaba un fotógrafo de Zeta, quien además hacía trabajos de corresponsal para El Universal, entonces dirigido por Benjamín Wong, al que secundaba José Pepe Carreño.
Luego de arribar al sorprendente territorio llamado San Quintín, fuimos llevados a uno de los campamentos grandes donde los jornaleros vivían con sus familias. Las condiciones de las viviendas eran inicuas y sus techos bajos hacían de sus prácticas de cocina de alimentos, en anafres dentro de los cuartos, trampas si no mortales, sí llevaban a quienes ahí moraban a inevitables enfermedades respiratorias crónicas.
De los niños para qué hablar: sin esconder su curiosidad, tampoco podían disfrazar su mala nutrición ni su condición de trabajadores a la par que sus padres. Por su parte, las señoras nos informaban con voz baja y tranquila que habían migrado desde las sierras de Oaxaca porque estaban endeudados al extremo y tenían que laborar del alba al crepúsculo para tan sólo pagar sus deudas en su lugar de origen. Lo único que pedían, en coro con el discurso de Benito, era una organización que los representara y defendiera.
Mientras practicábamos nuestra amateur manera de investigación participante, un miserable capataz, indignado por nuestra impertinencia al irrumpir en la paz del campamento, decidió cerrar las rejas de entrada al campo y dejarnos encerrados por tiempo indefinido. Supongo que para darnos una lección inolvidable.
Desde lejos, pero frente a las rejas, este émulo de los esbirros retratados por la literatura sobre los extremos del porfiriato o en Las viñas de la ira, arrancaba su potente camioneta y la echaba una y otra vez sobre la verja para frenar como si fuera un caballo. Así, supongo, exhibía su absurdo cuan fugaz, pero ominoso poder.
Yo celebré el encierro: no sólo agredía a ciudadanos pacíficos, a dos diputados (uno de salida y otro de entrada) y un periodista, vinculado con la influyente revista de don Jesús Blancornelas y la prensa nacional. Podíamos, así, esperar una buena reacción que serviría a los fines organizativos y de agitación de nuestros camaradas y, sobre todo, para dar a conocer una circunstancia ignominiosa a poca distancia de la frontera y la pujante Tijuana.
Tuti, desde luego, me reconvino por irresponsable y no tomar en cuenta el peligro en que nos habíamos metido, pero al final el capataz cedió y salimos ilesos, ante la mirada apacible y temerosa de las familias jornaleras, quienes seguramente se preguntaban por las consecuencias e implicaciones de nuestra incursión.
Cada uno de nosotros había atestiguado en diferentes momentos de nuestras vidas las formas miserables de vida que los pueblos indios soportaban. La campaña electoral en 1982, abanderada por Arnoldo Martínez Verdugo, había iniciado en Alcozauca, el corazón de la Montaña guerrerense, que entonces gobernaba Othón Salazar y, más adelante, en Chiapas, quienes acompañaban a Arnoldo habían atestiguado la presencia organizada, indómita, de los grupos étnicos que reclamaban tierra, justicia y dignidad.
Creo, sin embargo, que ninguno de nosotros había experimentado la crudeza agresiva, salvaje del contraste extremo en que tenía lugar aquel drama social inadmisible. Tierras ricas y una ciudad en formación; un estado enrolado con fuerza y decisión en la primera oleada globalizadora de México, sin TLC todavía pero ya con mucha maquila; miles, cientos de miles de migrantes que buscaban cruzar una línea en buena medida todavía imaginaria; triquis y mixtecos asentados en las lomas de Tijuana, con las mejores vistas del Pacífico y el comercio informal a su disposición. Y ahí, a unas leguas, cientos de niños, de hombres y mujeres sometidos a la más despiadada explotación laboral y un extremo maltrato, sin la menor consideración patronal y oficial a sus condiciones elementales de existencia en materia de salud, techo y alimentación.
Liberados, encontramos un lugar para comer y tratar de digerir el susto. Luego arribamos a un hotel de la cadena La Pinta, con la que el gobierno buscaba conectar el largo trecho de la carretera transpeninsular y estimular el turismo carretero. Ahí, ya entrada la noche, un gobernador disfrutaba de las delicias del clima peninsular y escandalizaba a más no poder, pero no impidió que durmiéramos a discreción. En todo caso, los excesos etílicos y decibélicos del mandatario alimentaban nuestra sensación de estar en el lugar equivocado en el momento mas inoportuno.
Asistimos al congreso de Benito y Lolo tomó debida nota de nuestra aventura. Nos quedamos poco tiempo en el improvisado auditorio y partimos a comer a Ensenada para ahí enterarnos de que, en efecto, El Universal había tomado la información y le había dado primera plana al secuestro de diputados, académicos y periodistas en misión informativa. No pasó a mayores; Pablo Pascual hizo uso de la tribuna en San Lázaro, relató el episodio y puso el acento no en la agresión estúpida del capataz, sino en la injusticia y la ilegalidad flagrantes que habíamos percibido y en alguna medida documentado. Se trataba de un panorama indigno de un país con herencia justiciera y compromisos indigenistas que reclamaban la atención inmediata de un Congreso que poco a poco se pluralizaba y de un gobierno que insistía en mantener vivas las banderas de una revolución que poco a poco, bajo la inclemencia del ajuste externo, se desvanecían.
La Cámara formó una o varias comisiones que viajaron a Baja California, dieron sustento firme a nuestras percepciones y reclamaron acción pronta de los gobiernos estatal y federal para por lo menos regularizar la situación laboral y mejorar las condiciones de vida de los jornaleros y los suyos. Estaba claro que ahí, tal vez en el noroeste todo, el país encaraba señales claras de una crisis humana que el éxito primario exportador alcanzado no podía justificar.
Los argonautas de aquellos tiempos pensamos o imaginamos que el susto y el viaje por aquellos senderos de maravilla habían valido la pena y que, a pesar de los pesares, el reformismo democrático empezaba a dar visos de realidad promisoria.
Eso fue hace 30 años. Ahora el subsecretario Luis Enrique Miranda logró liberar a los jornaleros presos; les promete un lugar en el Seguro Social y tratar de convencer a los patrones de pagar un salario de 200 pesos diarios para jornadas que poco o nada tienen que ver con la ley del trabajo o nuestras borradas memorias de Río Blanco o Cananea.
Como bien advierte Arturo Alcalde en su crónica de ayer en La Jornada, en buena medida de lo que se trata es de que se cumpla la ley y que los responsables hagan que se cumpla. Al parecer, según informa La Jornada del sábado, los patrones del miedo y la ira tienen otros planes. Tan sólo por eso hay que augurar y asegurar que la organización por la justicia social que ha encabezado la lucha tenga larga y fructífera vida.
Este borroso pie de página memorioso fue para recordar a amigos queridos y para mí inolvidables. También para hacer constar que en materia de justicia social, en este país de las revoluciones sociales 30 años no son nada…