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El debate público

He estado en el infierno

 

 

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

31/12/2017

El señor Nicolás se planta frente a mí, me reta, me grita, me reclama. Es Navidad y estoy despidiéndome de los damnificados, sus vecinos de Molino 25, Unidad Multifamiliar, construida hace dos décadas por el Infonavit, Iztapalapa.

No confía en nadie, mucho menos en un burócrata como yo, pero su situación es desesperada. Exige que lo escuchemos, que le informemos y sobre todo, que vayamos al “Andador Revolución”, en la Colonia La Planta, para compartir su horror cotidiano, la magnitud del daño, el desastre diabólico que dejó el temblor del 19 de septiembre.

Su casa está patas arriba —literalmente— pero no es la peor. Cada una de las viviendas a las que él me ordena entrar (amigos, conocidos, compadres), se encuentra en peores condiciones que la anterior. Las visiones son dignas de la Divina Comedia: casas inclinadas hasta cuarenta grados; si estaban alineadas con la banqueta, ahora, todas están 50 centímetros, incluso un metro hundidas; pisar la recámara de doña Sabina hace vibrar todo el hogar, de unos cien metros cuadrados y 16 cuartos para dar cabida y cierta privacidad a la familia ampliada; los bebés no tienen un lugar seguro para dejarlos gatear; acumulación inexplicable de triques, trastos y trapos que recargan y ponen en riesgo el precario equilibrio de la edificación. Y lo peor: en una de esas casas se asoman —grisáceas— escenas de Dante ¡setenta metros hacia abajo! a la mitad de la sala, antes de la televisión.

Una familia llora, tres meses después porque su casa —muy lastimada por el temblor— además, tres meses después se incendió muy temprano, durante la mañana del 25 de diciembre. El fuego quemó los regalos de los niños, bicicletas, ropa, zapatos, que no obstante y todo, habían podido comprar para el día de Reyes. Una tragedia convoca a la otra, precisamente, como quería el gran florentino: en el infierno, el sufrimiento y las calamidades no cesan y por eso es lo que es: un territorio de dolor acumulado en el cuál, una desgracia aparece montada sobre la otra.

He visitado casi cien lugares, los más dañados, los más poblados o los más dramáticos, pero ninguno se parece a esto: La Planta, donde el desamparo de miles y el fin de su trayectoria de vida se quebró bajo sus pies, por las grietas, las fisuras, los socavones que no creó el terremoto, pero que las exhibió cruelmente, como digo, en la sala de su casa.

No he visto un reportaje a la altura de esta tragedia, pero si de seres humanos hablamos, aquí están todos los ingredientes del 19 de septiembre: un espantoso movimiento telúrico, pobreza de masas; daños que se ensañan sobre todo, en los adultos mayores; desinformación; incertidumbre sobre el destino de su patrimonio esencial; conflictos vecinales (la casa de al lado acabó recargada sobre la mía); desorganización; poca empatía con las autoridades; organizaciones políticas merodeando sin resolver nada; todo lo sólido que poseían miles, se desvanece en el aire.

Aquí, es Iztapalapa y Tláhuac, y no cabe la bonita alegoría de un vergel, a la mitad del infierno, en el que las sombras de los grandes hombres o mujeres gozan el privilegio de conversar entre sí y de mantener cierta serenidad espiritual. Todo lo contrario: aquí no hay lugar más que para la desesperación y la ansiedad en una situación amplificada de pobreza que les llegó de golpe, sobre la pobreza en la que ya vivían.

Este no es el infierno de Dante sino el urbano: pobreza por todos los costados; estancamiento, que mantuvo casas mal hechas y los famosos castillos a descampado, pero no porque han esperado la bonanza prometida por el neoliberalismo, sino por la certeza de que sus hijos crecidos y casados, no podrán vivir en otra parte, no podrán hacerse de una casa y tendrán que vivir arriba, encima, de la construcción de sus padres.

De esa manera las casas están hechas en dos, tres, cuatro etapas, con materiales diferentes y amarres que no resisten sacudidas como la del 19 de septiembre.

La reconstrucción de la Ciudad habrá de hacerse cargo del nuevo tipo de pobreza masiva, ensañada con los más viejos y que hoy, reclaman su lugar en la sociedad, la economía y el futuro plan urbano.